Publicado originalmente el 16/04/2020
Hoy les traigo la continuación de un viejo relato (si quieren pueden releerlo antes para refrescar la memoria). Aunque (fiel a lo prometido) no he tardado doce años en escribirlo. Al fin de cuentas, esto de la cuarentena tiene sus ventajas. Pasen y lean.
Claro que lo mío era certeza y no suposición. Cuando regresé a casa ya eran casi las diez de la noche y mi vieja no estaba. Pero llegar hasta allí tuvo sus prolegómenos.
- ¿Qué decimos si el boludo de mi hermano abre la boca?
Marcos ya no era tan rudo. Me había cogido con un salvajismo que yo nunca hubiera imaginado posible pero, en ese momento, era otra vez el nene inseguro que me había dicho hola por primera vez. Los nervios no lo dejaban pensar y hasta tuve que ayudarlo a ponerse correctamente los calzones. Los pasos de Felipe hijo acercándose mientras los dos todavía estábamos desnudos lo habían sacado de quicio. Yo no perdí el tiempo con mi boxer y me enfundé solamente las bermudas. Él quedó con los suyos al revés: lo de atrás para delante y lo de adentro para fuera. Felipe hijo se dio cuenta pero no dijo nada. Cuando se fue, me apresuré a buscar mis calzones entre las sábanas revueltas. Volví a desnudarme pero esta vez no recibí mirada lujuriosa alguna. En cuanto a su pregunta, yo tampoco tenía la menor idea. Y por suerte, la preocupación fue en vano porque Felipe hijo no abrió la boca.
Felipe padre ya estaba sacando el auto del garaje cuando Marcos y yo regresamos a la sala. Me preguntó dónde vivía y, al escuchar mi indicación, le llamó la atención que, viviendo yo en Tolosa, practicara taekwondo en un gimnasio del centro. En realidad no dijo "gimnasio" sino "dojang", que al parecer es el modo correcto de llamar al sitio donde se practica esa arte marcial. Yo desconocía por completo el término y me quedé mudo ante el comentario. Marcos se apresuró a hablar por mí y adujo que cerca de mi casa no había ningún dojang, cosa que después comprobé que no era cierto pero sirvió para salir del paso. Lo importante fue que Felipe padre no siguió investigando. Ya estábamos en marcha y no hizo falta mucho andar para darnos cuenta de que el conflicto social estaba empeorando. En el trayecto, tuvimos que alejarnos de las avenidas y las calles principales porque habían sido copadas por las protestas, con cacerolazos y quemas de neumáticos incluidos. Así y todo, casi llegando a mi casa, vimos cómo un grupo de personas saqueaban un supermercado chino.
Felipe padre iba al volante y a su lado, su esposa. En el asiento de atrás, Marcos y yo, que a pesar de la ansiedad, nos dejábamos tentar por las caricias. Él comentaba sobre el desastre que estábamos presenciando y me rozaba la rodilla. Yo respondía que jamás había imaginado algo así y le manoteaba directamente el bulto, para comprobar que estaba duro una vez más. La adrenalina del momento incrementaba el placer al sentirlo latir con entusiasmo bajo la presión de mi palma. Él reprimió un suspiro y abrió las piernas para que yo pudiera toquetear con mayor comodidad. De haberme dejado llevar por mis deseos, me habría inclinado para darle una mamada antológica, pero supongo que sus padres no hubieran sido muy tolerantes con nuestros impulsos, ni aun con la excusa de liberar tensiones.
En mi cuadra (habitualmente tranquila y desierta), algunos vecinos se habían aglutinado en la esquina, protestando hacia la nada, puteando a voz en cuello contra De La Rúa, Cavallo y toda la compañía gubernamental como si estuvieran ante las cámaras de la televisión. Pero lo cierto es que nadie los veía, salvo nosotros. Vista a través de los años, la indignación de mis vecinos (esos que hoy siguen votando en cada elección a los mismos personajes que, en 2001, odiaban visceralmente) se parecía mucho a una gran paja comunitaria. Amparados en la quietud de sus veredas anónimas, vociferaban sus frustraciones y hostigaban cacerolas con el frenesí masturbatorio de quien solo busca superar su calentura individual. Y, mientras tanto, en muchos lugares de la Argentina, otros protestaban de verdad y entregaban el pellejo.
En mi casa todo estaba a oscuras y Felipe padre (que era de los que se fijan en los detalles) se preguntó si mi madre estaría en casa como yo había dicho.
- Es que ella se acuesta temprano. -fue lo único que se me ocurrió como respuesta antes de agradecer y despedirme.
Crucé el pequeño jardín rengueando sin poder determinar si me dolía más el pie o el culo. Saqué las llaves de mi bolsillo y abrí la puerta. En ese momento, Felipe padre tocó bocina e hizo arrancar el auto. Fue la última vez que lo vi (salvo que contemos la cantidad de veces que volví a verlo en mi imaginación mientras le dedicaba una paja).
Dolorido como estaba, luego de encender las luces, atravesé la sala arrastrando el pie herido como un zombi. Los ruidos de las protestas se habían amortiguado después de cerrar la puerta y, poco a poco fueron silenciándose (tal vez porque la indignación fue perdiendo bríos o quizá porque yo, finalmente, dejé de prestarle atención). En la cocina me preparé un sándwich pero fue solo por hábito. No tenía hambre y, de hecho, guardé la mitad para otra oportunidad. Me había sentado. Las sillas de mi cocina no eran tan mullidas como el tapizado del auto de Felipe padre y así pude llegar a la conclusión de que el culo me dolía más que el pie. Fui entonces hasta el baño para hacer un reconocimiento de los daños ocasionados por la verga de Marcos. Tomé un espejo pequeño que mi vieja solía usar para maquillarse, cuando todavía no había "descubierto al Señor". Observarse el ojete con un espejito de mano no es tan sencillo como uno supone, pero pude darme cuenta de que la zona estaba muy colorada. Rozándola apenas con la yema de los dedos, se la notaba tibia e inflamada. Camino a mi cuarto, pasé otra vez por la cocina y tomé un cubito de hielo del frizer.
Subí las escaleras con no poca dificultad (es increíble que uno se vuelva casi un discapacitado motriz por el solo hecho de tener el culo roto). Al cerrar la puerta de mi cuarto escuché el ruido del motor de un auto y supuse que sería mi madre, que jamás aprendió a conducir pero se movía en remises hasta para ir al súper. Falsa alarma. Pasados los minutos, la puerta de entrada no volvió a abrirse. Me desnudé, me eché sobre la cama boca abajo y me colé el hielo por la raja. El frío me hizo estremecer de pies a cabeza y el dolor no se atenuaba. Entonces me puse en cuatro, abriendo bien las piernas, y me apliqué el cubito por la zona afectada. Instintivamente, se me frunció el culo y el dolor se agudizó con una punzada indescriptible. Pero insistí, aunque no pudiera gobernar las contracciones del esfínter. Los putos somos masoquistas, sí señor. Porque a pesar de que me dolía profundamente, no puedo negar también una cuota de placer bastante cercano al placer que me había dado la verga de Marcos. Si hubiera tenido mi mente clara, me habría instalado frente a la computadora, habría gugleado "ano inflamado" (o algo así) y habría descubierto que estaba haciendo todo mal, que lo más recomendable en casos de fisura anal eran asientos de agua tibia (¡no un cubito de hielo!) o la aplicación de alguna crema o pomada analgésica como la lidocaína, por ejemplo. Pero (como suele decir un viejo asiduo a nuestro blog) esas son experiencias que uno va acumulando.
Aun así, aunque el dolor no menguara, pasé la noche entre el lamento y el deseo de que Marcos volviera a penetrarme.
Mi vieja llegó casi a la medianoche. Se ve que la reunión en el templo había sido "intensa". Oí el motor del remis e instantes después el ruido de la llave en la cerradura de la puerta de entrada. Ruidos posteriores me fueron indicando que entraba en la cocina, que encendía la hornalla para prepararse un café (ella tomaba mucho café, aun en los tórridos días de verano), que abría la puerta del baño, que accionaba el depósito de agua, que se encerraba en su cuarto... Dejé de prestarle atención cuando comprobé que ya no subiría hasta mi habitación para molestar. Esa vez llegó lo suficientemente cansada como para ahorrarse la pantomima de la preocupación. La jornada había sido un infierno en la ciudad, pero ella dio por sentado que yo estaba durmiendo tranquilamente en mi cuarto. Seguramente, Dios le había dado la certeza de que así era. Hoy, tras veinte años de aquella noche, ya he hecho las paces con su espectro, pero en ese momento la odié tanto que mi conciencia no podía confesarlo. Y para tapar ese odio, mi mente se sumergió en el recuerdo de Marcos y su pija destructora.
A pesar del cansancio, fueron necesarias unas cuatro pajas para alcanzar el sueño. Una febril ansiedad me recorría el cuerpo y me obligaba a reconstruir en mi mente cada uno de los momentos vividos durante ese día de debut. Pensaba en lo que había sucedido y también en lo que pudo haber sucedido y en lo que debió suceder. En el alucinante silencio de la noche, con las manos incontrolables y el culo encendido (en todos los sentidos de la expresión), reconstruí diálogos que tal vez nunca existieron pero aun hoy gozan de una mágica verosimilitud, tanto que puede que haya terminado por aceptarlos como ciertos. La yema de mis dedos recordaban claramente la suavidad de las piernas de Marcos cuando estábamos en el auto. Y la dureza de su verga bajo el pantalón. Y su expresión entre lúbrica y triste cuando bajé del vehículo casi sin saludar, muerto de calentura y de vergüenza como estaba. Finalmente, el sueño me llegó como un desmayo.
Desperté a las diez de la mañana. La casa estaba en completo silencio. El culo todavía dolía, aunque bastante menos. El pie no. Mientras estuve en la cama, no lo había notado pero, cuando puse la planta en el suelo, vi las estrellas. Yo era por entonces un chiquillo más bien delicado. Nunca antes me había sucedido algo semejante y todo me parecía desmesurado. Me quité la venda que la mamá de Marcos me había colocado el día anterior y vi que la herida estaba un poco inflamada. La madre de Marcos me había curado con Pervinox, una tintura desinflamatoria y desinfectante que seguro han de conocer, era imposible saber cuál era el verdadero color de la zona, aunque yo me juraba a mí mismo que estaba "demasiado roja". Lo importante era que no había rastros de pus. Bajé al baño y busqué algún antiséptico. Encontré, justamente, Pervinox. Por pura intuición (no es que supiera lo que estaba haciendo) me lavé cuidadosamente con agua y jabón, me sequé el pie con cuidado, curé la herida y volví a envolverlo con una venda nueva.
Era viernes. Supuse que mi vieja habría ido a trabajar. Pero al encender la televisión lo puse en duda. El país seguía siendo un caos. Y encima ¡ya no había presidente! Las noticias decían que continuaban los incidentes en la Plaza de Mayo y la zona céntrica de Buenos Aires, hablaban de muertos, de heridos y de detenidos. ¿Cómo era que mi vieja había ido a trabajar como si tal cosa en un día en que el país se incendiaba?
Una ola de pesar me sopapeó de repente... Pero de inmediato solo pude pensar en lo que había vivido el día anterior y ya nada me importó más que esa sensación todavía vívida de la verga en mi trasero.
Fue una verdadera obsesión. Y poco antes del mediodía ya me estaba vistiendo para salir. Le haría una visita a Marcos. Estaba seguro de que él tendría tantas ganas como yo de repetir la experiencia.
La incertidumbre del transporte público y los dolores me retrasaron y llegué a la puerta de la casa de Marcos casi a las dos de la tarde.
No había podido llamarlo, pero tampoco tuve que tocar el timbre.
La puerta se abrió apenas llegué. Él estaba espiando por la ventana, sabiendo que yo acudiría "a su llamado mental" (así me lo dijo).
Abrió la puerta, me tomó del brazo y prácticamente me succionó hacia el interior. Tras echar cerrojo, me aplastó contra la pared y me comió la boca mientras me manoseaba por entero con tanta desesperación que, por un instante, me alarmé. No había tiempo para palabras. Quizá recordando la herida de mi pie, después de que los labios palpitaran a causa de los chupones, me alzó en vilo, me acomodó sobre su hombro y me llevó hasta su cuarto, en la parte de atrás de la casa. No dijimos nada. Apenas si podía cargarme y, ni bien cerró la puerta de la habitación, me arrojó sobre la cama que aun tenía las sábanas revueltas del día anterior. Luego se desnudó ante mi mirada ansiosa y de inmediato me quitó la ropa con una habilidad que no había demostrado la primera vez. Se me echó encima y con el peso de su cuerpo sobre el mío experimenté, por primera vez, ese gozo pleno y expectante que precede a la penetración. Desde los primeros manoseos junto a la puerta, yo ya había percibido su erección, pero al tenerlo sobre mí, la presión de su pene sobre mi vientre me parecía descomunal. No obstante, ni el recuerdo del dolor acallaba mi deseo. Entonces, como si hubiera podido escuchar mis pensamientos, Marcos se incorporó entre mis piernas, las plegó sobre mi cabeza y, como si lo hubiera estado ensayando durante toda la noche, hundió su cara entre mis nalgas para lamerme el culo. La zona seguía inflamada y la práctica no fue todo lo placentera que hubiera debido ser. Él ni se dio cuenta y siguió trabajando con esmero. Estaba claro que él sí lo estaba disfrutando. Cuando anunció que quería cogerme, lo vi erguido frente a mí y su verga me pareció una magnífica y enorme herramienta de tortura. La vi tan grande que me dio un gélido estremecimiento. Pero de todos modos la quería dentro de mí. Solo atiné a escupirme la mano en abundancia y a lubricarle la pija antes de que me la metiera. De más está decir que no fue cuidadoso. Él suponía que mi único dolor era el del pie y me hizo gritar y llorar, suponiendo que mi rostro desencajado era producto del placer. O tal vez no le importara, yo qué sé. En ese momento y por pura intuición, opté por aguantar e intentar relajarme. Aunque el tango diga que "veinte años no es nada", por aquellas épocas, incluso para los putitos como yo, no estaba claro el concepto del sexo consentido y del placer compartido. Minas y putos por igual estábamos para satisfacer al macho, je (me río, pero qué triste era ese pensamiento).
Él seguía moviéndose como si tal cosa, entrando y saliendo de mí con brutalidad. Y entretanto yo, poco a poco, fui recobrando la compostura. Aunque en ningún momento dejó de doler, comencé a disfrutar casi en el final. Mi cuerpo era una masa informe debajo del suyo. Una pierna asomaba por sobre su hombro y la otra le rodeaba la cintura. Mi mano derecha le arañaba el pecho y la izquierda trataba de arrancarle los cabellos. Y en mi culo, en esa brasa candente que palpitaba con vida propia, se libraba el corazón de la batalla con un saldo decretado de antemano. Acabó dentro de mí. Su pelvis me azotó con furia, toda su leche se derramó en mi recto y el tiempo se detuvo durante eternos segundos. Después, al tiempo en que su pene me abandonaba y todo su cuerpo se derrumbaba a mi lado, tomé cabal conciencia de lo que es el agotamiento. Los dos estábamos bañados en sudor. A mí me zumbaban los oídos. Las extremidades no me respondían. Dejé caer mi cabeza hacia su lado y vi cómo su pecho subía y bajaba con ritmo desigual. La verga, todavía dura, también latía por sobre el horizonte de su vientre y su rostro parecía un nido de cardenales.
No sé cuánto tiempo permanecimos así, en silencio. Cuando él pudo reaccionar, se inclinó sobre mí y me besó con desgano. Creo que intentó ser tierno pero lo traicionó el agotamiento y volvió a desplomarse sobre la sábana húmeda de sudor. Todo yo era una piltrafa, una gelatina incapaz de movimiento o sensación. Para cuando pude incorporarme, Marcos ya había sucumbido al mazazo del cansancio. A no ser por los ronquidos, hubiera podido sospechar que estaba muerto.
Con gran dificultad, me senté en el borde la cama y esperé a recuperar fuerzas antes de ponerme de pie. Salí del cuarto, desnudo y jadeante, arrastrando las pisadas como un alma en pena. La gran sala a la que daba el cuarto de Marcos me bañó con el sol que entraba a través del gran tragaluz que Felipe padre había instalado en el techo del viejo patio de la casa chorizo. El baño estaba a un par de metros pero intuyo que me llevó más tiempo del habitual recorrer aquella mínima distancia. Sin embargo, poco a poco fui recobrando el control de mi propio cuerpo y las sensaciones aun vívidas de lo que acababa de suceder renovaron mis energías. Me había dolido horrorosamente, pero por alguna extraña razón, pasada la hecatombe, mi rostro en el espejo era todo sonrisas. El sexo no tenía semejanza con nada que hubiera vivido hasta el momento y fui consciente, en aquel baño, que había nacido en mí una adicción.
Más allá del intenso brillo en la mirada, mi aspecto era deplorable. Entre mis piernas, la gravedad hacía su gracia y el semen de Marcos deslizándose hacia el suelo me indicaba la necesidad de una ducha. Supuse que él estaría de acuerdo. Descorrí la cortina de la bañera. Era una tina de las antiguas, de esas en las que las divas de teléfono blanco se sumergían en espuma con una copa de champán en la mano. Busqué con la mirada alguna toalla pero solo había de las pequeñas toallas de mano. Supuse que podría secarme luego, en la habitación del bello durmiente.
Acababa de abrir la llave de la ducha cuando escuché el ruido de la puerta de entrada y la voz de Felipe hijo diciendo: "¡Hola! ¿Hay alguien en casa?". ¡Se me paralizó el corazón! ¿Cómo podría explicar mi presencia en el baño, desnudo y con ese aspecto lamentable? Solo atiné a cerrar el flujo de agua y me acurruqué en la tina detrás de la cortina. Felipe hijo canturreaba a medida que se acercaba. Oí el ruido de una puerta que se abría y a él exclamando: "¿Qué hizo acá este pelotudo?". No había que ser adivino para deducir que había abierto la puerta del cuarto de su hermano y lo había visto durmiendo en medio de aquel desorden. Si entraba en el baño y me veía otra vez allí, en otra situación irregular, las consecuencias serían inimaginables. Y en fiel cumplimiento de las leyes de Murphy, si algo podía salir mal, así sería.
De modo que Felipe hijo entró al baño.
Yo traté de disolverme en el fondo de la tina. La cortina había quedado un tanto abierta. No tuve tiempo de cerrarla por completo. "¿Qué peste es esta?", dijo por lo bajo. El olor a sexo y sudor no suelen pasar desapercibidos y con vergüenza admito que tal vez hubiera también olor a mierda. Luego escuché el "rip" de una cremallera que se abría y, a continuación, el ruido inequívoco de la orina cayendo en el fondo del inodoro. Temí que los bombeos descontrolados de mi corazón pudieran delatarme. Tenía miedo hasta de respirar...
Y entonces lo vi.
Por el borde de la cortina entreabierta, desde el fondo de la tina, vi su cuerpo junto al lavabo. Llevaba los calzones y el pantaloncito deportivo a media pierna. Tenía un culo bien pulposo y empinado. Pero lo que me deslumbró fue su pija. Se había acercado al lavabo para limpiarla después de mear y yo juraría que estaba un poco parada. De no ser así, más de uno dudaría antes de permitir que le metieran eso por el culo con una verdadera erección. La lavó meticulosamente con jabón y luego la enjuagó, pasando los dedos por el borde del glande para eliminar cualquier residuo. Luego tomó un trozo de papel higiénico y la secó, diríase con cariño. Yo quedé perplejo. En contados minutos, me dio una lección de higiene personal que jamás he olvidado. Fue un milagro que no me hubiera descubierto. Estábamos a escasos centímetros uno del otro, la casa estaba en completo silencio y cualquiera hubiera podido percibir hasta el soplido de mi respiración. Pero al parecer los astros se alineaban en mi favor aquella tarde.
Cuando salió del baño, recobré el aliento y él se encontró con Marcos. Con ese tono autoritario y despectivo que suele caracterizar al vínculo entre hermanos lo oí decir:
- No sé qué mierda habrás estado haciendo, pero más vale que limpies tu pieza antes de que llegue mamá y huela esa peste a vaca muerta que inunda toda la casa.
Acto seguido, Marcos entró en el baño y cerró la puerta con el pasador. Me encontró escondido en la bañera y se rió en silencio. Yo me puse de pie y fingí enojo, pero en realidad estaba caliente otra vez. La pija de su hermano había obrado el milagro. "Casi nos pesca, boludo" me susurró al oído. Yo le hice algún comentario circunstancial y me acerqué a él agarrándole la verga. No había más que decir. Mientras nos comíamos la boca, Marcos abrió la llave de la ducha y enredados en un solo cuerpo nos metimos bajo el flujo de agua. Me arrodillé frente a él y, luego de limpiarle la pija con presuroso esmero, me la metí en la boca hasta que la erección fue contundente otra vez. Él mismo se encargó de ponerme de pie y de hacerme girar de cara a la pared, para apoyar su humanidad a mis espaldas y cogerme una vez más. Pero esa vez, con la delicadeza que ambos merecíamos.
De regreso en la habitación, con los cuerpos todavía húmedos, nos dejamos caer sobre la cama y volvimos a coger. Con pocas energías pero felices. Hoy puedo darme cuenta de su inexperiencia de entonces, pero en aquel momento esa tercera culeada me pareció sublime. El culo se me había abierto como una flor y la piel fresca se electrizaba ante cada roce. Boca abajo sobre el colchón desnudo, él se montó sobre mis nalgas y me penetró firmemente, permaneciendo en mi interior por largos períodos, como disfrutando la tibieza de mis entrañas. Marcos no era de los que se expresan con facilidad, pero era evidente su progreso en las artes sexuales cada vez que me cogía. Aferró mis manos entre las suyas y, mientras me mordisqueaba los hombros y besuqueaba mi nuca, se movía dentro de mí, por momentos en círculos y de a ratos como un pistón, subiendo y bajando con el ritmo perfecto para mis deseos. Esa vez tuvo conciencia y acabó fuera. Quiso llegar a mi boca pero el semen se derramó a mitad de camino, sobre mi pecho. Durante el coito habíamos prescindido de los jadeos y los gemidos (su hermano todavía estaba en la casa) y así seguimos todo el rato que estuvimos juntos, manoseándonos y besuqueándonos. Cualquiera que nos hubiera visto habría podido suponer que estábamos enamorados. Y tal vez así fuera. Con esos amores fugaces, fruto de la calentura adolescente.
Felipe hijo salió dando un portazo. Nunca supe si se había dado cuenta de mi presencia en la casa. ¡Ni me importaba! El sexo de aquella tarde me había dejado tan satisfecho que el cielo podía venirse abajo sobre mi cabeza y yo tan tranquilo.
Rato después, me vestí pausadamente y, antes de que saliéramos del cuarto, le volví a chupar la pija. Era una especie de despedida. Pero Marcos ya estaba agotado y la erección fue apenas un simulacro. No obstante, antes de abrir la puerta de calle, me abrazó con fuerza y me besó largamente, dejando que su lengua explorase cada milímetro cuadrado de mi boca al tiempo que sus manos se aferraban a mis nalgas por debajo de la tela como si en ello le fuese la vida. Con el paso de los años llegarían otros que me besarían y me manosearían con más destreza, pero el recuerdo de aquellos primeros escarceos no se comparan con casi nada de lo que pudiera venir después.
Salí a la calle y el sol todavía potente de la tarde de verano me golpeó en el rostro. Tanto el culo como el pie seguían doloridos. Pero el culo, además, estaba feliz.
Caminé un par de cuadras para tomar el colectivo de regreso a casa. Durante nuestros revolcones, el mundo había seguido girando y el país seguía en crisis. Vi un par de tumultos en el trayecto. Pero estaba tan contento que nada de lo que hubiera podido ver aquella tarde podría empañar mi satisfacción.
Lick it real good, boys! :)
ResponderBorrarAnónimo está muy contento :D. jajajaja
ResponderBorrarMe alegro mucho jajajajaja
BorrarSublime Zekys !!! Como siempre una obra de arte. Lo que no entiendo, es como despues de que te hubieran roto el culo, al dia siguiente, fueras capaz de que telo rasgaran otras tantas veces más y y la cosa no empeorarara hasta provocarte una hemorragia. Yo se de más de uno que por hacerse el valente, ha termido en urgencias con el ojete suturado jajajaja.
ResponderBorrarBesitosss !!!
Jajajajajajaja. Supongo que son ventajas de la adolescencia. En realidad, ahora, pasado el tiempo, no es que me doliera tanto. Pero a esa edad, uno es más ñañoso y todo lo magnifica jajajaja
BorrarMe encanta tu habilidad narradora. Me parecía que estaba allí compartiendo vuestra vivencia. Hasta me han dolido el pie y el culo.
ResponderBorrarCreo que ha todos conservamos vivos los recuerdos de nuestros descubrimientos adolescentes. Son algo imborrable tanto por su intensidad como por lo que han marcado nuestro camino en la vida.
En fin, muchas gracias por compartirlo.
Un abrazo.
Qué maravilla volver a leerte. Igual me sorprende que al siguiente día hayas tenido más encuentros y que al menos uno lo pudieras disfrutar bien. Con respecto a su hermano, quizás se dio cuenta de que estabas en el baño pero prefirió ignorarlo, son cosas que suelen hacer a veces algunos hermanos mayores... pero quién sabe.
ResponderBorrarLa explicación es sencilla (creo): ¡TENÍA 15 AÑOS! jajajajaja. Tenía todas las hormonas en ebullición y, si hubiera podido, me habría quedado par seguirla jajajajaja.
ResponderBorrarEn cuanto a Felipe hijo, es posible que tengas razón (por algo se fue enseguida), pero nunca lo sabremos... Me hubiera gustado mucho probar esa pija que vi desde la bañera jajajajaja.
Yo sigo sin hacerme a la idea de como te atreviste a que tela clavaran con el culo destrozado del dia anterior. Yo en una ocasión ( no por sexo ) tuve una quequeña fisura, y me tire dos semanas acordandome de todos los santos del cielo jajaja...
ResponderBorrarBesitossss !!!!
¡Un joven Brent Everett! aquí en mi blog
ResponderBorrarMuchas gracias por recargarlo. Me encantó esa historia la primera vez que la leí y sigue gustándome y calentándome.
ResponderBorrarUn abrazo.