Hoy me voy a poner en los zapatos de Zekys y voy a ser yo el que escriba un relato. Espero que no hagan comparaciones. Voy a hacer lo que pueda (y seguro que ya vendrá él en mi auxilio cuando me trabe en alguna cuestión).
Presten atención a la siguiente fotografía.
Esta fotografía estuvo en el fondo de pantalla de mi teléfono celular durante muchos años. Desde que trabajaba en la calle levantando chongos. ¡Era tan chiquito!
La usaba como amuleto para la buena suerte. Y cuando uno labura en la calle como puto, la suerte puede consistir en no sentir repugnancia por la pija que te estás chupando. Puede que a muchos les parezca una pelotudez, pero cuando me levantaba un tipo de esos desagradables que tanto abundan en las zonas de sexo al paso, yo me concentraba en ese cuerpazo esculpido y no pensaba en los huevos olorosos, ni en la panza que no me dejaba verle la cara al sujeto.
¿Y por qué esa foto y no otra? No lo sé. En su momento me gustó esa y después no se me ocurrió reemplazarla (en muchos sentidos son bastante conservador).
En varias oportunidades, incluso, mientras me estaban culeando, tomaba el celular entre las manos y miraba la pantalla para no perder la inspiración. Particularmente, recuerdo un cliente que... no era desagradable... Por el contrario, era un tipo bastante simpático. Feo. Muy feo. Pero se esforzaba por caerme bien y, además de pagarme la tarifa, solía invitarme un trago o una porción de pizza después del garche. Su problema pasaba por otro lado: tenía una pija diminuta y, sobre todo, era soporíficamente aburrido al coger.
Lo conocí una noche, cerca de la Estación Constitución, sobre la Av. Juan de Garay, a metros del edificio ocupado donde vivíamos la Mumy y yo. Habíamos estado fumando marihuana durante toda la tarde y, cuando salí a buscarme el morfi, el mundo me parecía maravilloso, jaja. Pero esa parte de Buenos Aires carece de maravillas y al poco rato la realidad me dio la bofetada que me devolvió a la realidad. Yo había salido como una diosa. Vestido para matar. Con una calza de licra que me marcaba el culo y una camiseta sin mangas que, más que camiseta, era un top. Era como ir por la calle con un gran cartel en la frente que dijera "¡CÓJANME!". Y la respuesta del populacho llegó muy rápido. Apenas llegaba a la esquina cuando se detuvo a mi lado una camioneta. El conductor era un tipo flaco y de barba desprolija que quería "solo una mamada". Me subí del lado del acompañante, negociamos el precio, él me pagó y condujo un par de cuadras, hasta una esquina oscura, debajo de la autopista. Él se desabrochó la bragueta, sacó una verga respetable y (sonriendo como un enfermo mental) me puso una mano en la cabeza para invitarme a hacerle los honores. Sin embargo, no me dio oportunidad de que yo hiciera el trabajo. Apenas me agaché sobre la pija, me tomó por los pelos y me empezó a coger por la boca bien a lo bruto. Opuse una instintiva resistencia pero él me sostuvo la cabeza con fuerza y... al fin y al cabo me estaba pagando por un servicio. El glande me golpeó varias veces contra el fondo de la garganta. Cualquier otro le hubiera mordido la pija, pero yo ya estaba bien curtido en esas cosas. Es imposible que se la haya mordido. Aun así, antes de que transcurrieran cinco o seis minutos, el chabón me llenó al boca de leche (una leche amarga como el ajenjo) y al toque me acusó, justamente, de haberlo mordido.
- ¡Pará, chabón! -me gritó mientras me pegaba una palmada en la frente- ¿Dónde aprendiste a chuparla? ¡Casi me la arrancás!
Me empezó a insultar y me siguió golpeando en la frente. Me defendí interponiendo mi brazo pero él empezó a golpearme en la cara. La discusión fue breve.
- ¡Puto de mierda! ¡Devolveme la plata!
- ¡Ni en pedo! ¡Ya me la gané!
Entonces me quise bajar, pero él me tomó por los pelos otra vez y me empezó a manosear. No en plan violación, sino buscando el dinero. Él no se había dado cuenta, pero yo lo había guardado en un bolsillito que me había hecho en la parte delantera de la calza, sobre el bulto. Cuando me manoseaban, los chongos nunca pasaban la mano por ahí. Solo se interesaban en mi culo. Este no fue la excepción. Me toqueteó por todos lados buscando los billetes pero nunca intentó acercar la mano a la pija. No fuera cosa que su masculinidad pudiera ser puesta en entredicho. Por fin, en medio del forcejeo, pude patear la puerta y, por alguna razón, se abrió, circunstancia que aproveché para zafarme de las manos del tipo y escapar. Él salió tras de mí y me alcanzó a los pocos metros. Yo soy buen atleta y corro rápido, pero ese día estaba medio dopado y las piernas no me respondían como debían. Cuestión que caí al suelo y él ya se me echaba encima con el objetivo de robarme la plata que me había pagado, cuando alguien apareció de repente y lo pateó en las costillas.
Mi salvador era un tipo alto vestido con mameluco de mecánico y tenía una enorme herramienta en las manos. Sin metáforas ni dobles sentidos. Era una de esas herramientas de metal que se usan para ajustar tuercas y esas cosas. Asustado ante el giro de los acontecimientos, el cliente agresor optó por subirse a su vehículo y huir.
El mecánico resultó llamarse Fermín y fue el cliente más cortés que conocí en muchos años. Me ayudó a levantarme y se aseguró de que estuviera bien. Obvio que esa noche no le cobré. Tampoco fue su idea coger en la primera cita. Era un hombre de unos cuarenta años, tan considerado como feo. Al principio no lo noté. No tanto, al menos. Pero se ofreció a llevarme a casa en su propio camión y, cuando entramos en la cabina, pude verlo con claridad. Tenía los ojos como de chino y el derecho estaba desviado, como si mirara todo el tiempo hacia la punta de la nariz. Una nariz que, más que nariz, parecía un brote de jenjibre. Orejas como pantallas y una boca desproporcionada completaban el cuadro monstruoso. El lado izquierdo del labio superior parecía una salchicha y cuando sonreía (gesto que, por su simpatía, era frecuente) la cosa se ponía peor. Pero solo hasta que te acostumbrabas. Y yo para esas cosas siempre fui bueno. Del cuello hacia abajo, todo cambiaba. Como ya dije, era alto. Tenía buenos hombros, brazos gruesos, manos fuertes y piernas bien formadas. Eso me entusiasmó y, puta como soy, me inspiró a seducirlo sin atisbo de disimulo. Fue bastante sencillo. Él mismo confesó su sorpresa ante mis avances y, a pesar de que se juraba paki, no encontró inconvenientes para darnos un revolcón. Dejó que yo eligiera el lugar. Si de mí hubiera dependido, lo habríamos hecho ahí mismo, pero él era un romántico y prefirió pagar un cuarto de hotel. Fuimos a uno barato donde me hacían descuento. En el barrio de Constitución, lo que sobran son los hoteles baratos donde echarse un polvo y yo era cliente habitual de todos ellos. Todo iba viento en popa. Por fortuna, el chongo estaba recién bañado y no hacía falta perder tiempo en la ducha. De modo que, una vez en el cuarto, me dispuse a quitarle el mameluco. Fue allí cuando llegó mi decepción.
Tenía un torso tosco pero fornido. Sin embargo, cuando le bajé los calzones, encontré una mata muy tupida de pelos renegridos donde no había indicios de miembro viril y los huevos apenas superaban las dimensiones de una aceituna. ¡Me quería morir! Para encontrar la micropija tuve que meter los dedos en la maraña y apartar el follaje. Traté de disimular. Aunque a veces no soy tan bueno en eso.
- Es chiquita, ¿no?
Por el tono, no pude saber si era una afirmación o una pregunta. Por lo tanto, guardé silencio y me llevé la cosita a la boca para ver si crecía un poco. La pelambre selvática no ayudaba. Chupar aquella miniatura plantada en la espesura me deserotizó por completo pero ya estaba en la labor... y el tipo se la había jugado para defenderme. Le debía ese favor. Y al parecer, él lo necesitaba. Con un par de mamadas alcanzó su "plenitud", lo cual en el caso de Fermín significaba convertirse en un cubanito escuálido de doce centímetros. Comencé a arrepentirme de aquella obra de caridad. Aunque todo empeoró cuando, de repente, la verguita escupió su agüita dulzona dentro de mi boca. Pero así como les digo una cosa, les digo la otra. El chongo se había ido en leche demasiado rápido, sin embargo, la pijita siguió dura y me pareció oportuno ponerme en cuatro para pasar a la siguiente etapa. No hace falta aclarar que no necesitaba mucha saliva para lubricar la cosita y, cuando me la metió, ni siquiera la sentí. Y casi meto la pata. Lo iba a incentivar a penetrarme a fondo cuando sentí el roce de sus aceitunitas en mi perineo y me di cuenta de que ya lo había hecho. Una vez dentro, ante el más mínimo movimiento, la pija se salía. Me abrí las nalgas con las manos para que entrara más profundo, pero no hubo mucho cambio. Para no caer en depresión, tomé mi celular y, mientras él hacía lo que podía para mantener su pene dentro de mi culo, yo me conformaba con la foto de mi chongo virtual atado de pies y manos a la silla.
Fermín fue cliente durante algunos años. Más exactamente, hasta que abandoné el barrio de Constitución para venir a vivir con Zek. Nunca pidió mi número de teléfono y yo nunca se lo ofrecí. Cuando necesitaba desahogarse, me buscaba por Juan de Garay. Conocía mis horarios y casi siempre terminaba encontrándome. Y a pesar de su escasez, debo decir que fue siempre un buen cliente.
Con otros tipos también recurrí a mi foto favorita. Y el último sí que era desagradable.
Era un viejo arrogante que había hecho fortuna en el negocio de la carne. Pagaba muy bien y por eso se creía que podía llevarse el mundo por delante. Era gordo y panzón, con los dientes podridos por la nicotina. Fumaba habanos todo el tiempo. Hasta cuando me estaba cogiendo. De todas maneras, esto no era muy frecuente. Además de fumador compulsivo, el tipo era diabético, enfermo cardíaco y casi no se le paraba. Lo cual era una tortura en sí misma. Largas horas mamando una pija flácida escuchando sus historias de cómo había ganado su dinero no es lo que alguien pudiera considerar una diversión. La compensación era aumentar su tarifa periódicamente. Las últimas veces que me contactó, no tuvo inconveniente en pagarme, por una sola noche, la suma que un trabajador medio tardaría una semana en ganar.
Una noche me llevó a uno de los telos más caros de Buenos Aires y quiso que le enjabonara las partes mientras encajonaba su mole dentro de la bañera. Ese día estaba particularmente jocoso y se reía groseramente cada vez que me nalgueaba con sus manotas deformes. Pero pronto las nalgadas lo aburrieron y la diversión fue meterme los dedos en el culo. A fuerza de no poder meterme otra cosa. Lo tuve que ayudar a salir del agua y el muy imbécil volvió a meterme el dedo mientras lo sostenía para que no cayera. Confieso que, por un instante, tuve la fantasía de permitir que la gravedad hiciera su trabajo. Pero ante de todo, soy buen tipo. Además, tengo tanta suerte que el gordo se me hubiera venido encima y yo hubiera terminado aplastado bajo la bola de grasa. Camino hacia la cama, me siguió metiendo el dedo en el culo y se reía como los personajes malvados de las películas de clase B. Así fue como, por obra y arte de alguna magia oculta, la pija del gordo carnicero se puso dura. Parecía un nene en navidad y hasta saltaba de alegría. Patética escena. Sus colgajos aleteaban en cada salto y el suelo retumbaba en cada caída. Tuve la ilusión de que, con tanto jolgorio berreta, la pija volviera a su estado natural. Pero no. En medio del festejo, me obligó a ponerme en cuatro en el borde de la cama y me penetró sin lubricante.
Y el viejo carnicero no era como Fermín.
Me estuvo cogiendo en la misma posición durante más de veinte minutos. Parloteando en todo momento. Hasta que empezó a sonar mi celular, que había quedado sobre la mesita de luz junto a la cama.
- ¿Te llama tu novio? -preguntó entre risas- ¿O es otro viejo que te quiere culear?
Respondí que lo segundo, pero sabía que era lo primero. Las llamadas de mis maridos están personalizadas y ese era el ringtone de Fede: Californication de los Red Hot. Hizo algún comentario de mal gusto y, sobre el pucho, lanzó la pregunta en tono de crítica:
- ¿Y vos tenés esa foto como fondo de pantalla?
No era de su incumbencia pero, en aras del negocio, opté por responderle con cortesía.
- Es una foto artística.
El gordo me sacó la pija de un tirón (me dolió más que cuando me la clavó) y se empezó a reir como un Papá Noel degenerado. Se agarraba la panza mientras se carcajeaba.
- ¿Artística? Jajajajajaja... ¡A cualquier cosa le llaman arte! ¡Esa es una foto porno!
De repente, el desagradable gordo carnicero se había transformado en un infame crítico de arte. Y les aseguro que verlo en pelotas, con las várices a reventar y el pubis blanco semipelado no reafirmaba sus credenciales. Pocas veces lo hice por alguien, pero en ese momento lo odié. Siguió burlándose de mí hasta que terminó el turno y salimos del hotel. Lo único bueno fue que, esta vez sí, la diversión le palmó la calentura. Durante más de media hora, me estuvo metiendo la pija en la boca sin conseguir resultados.
Al salir, me tomé un taxi y volví a casa.
Zekys dormía (al día siguiente tenía que trabajar en el colegio) pero Fede me esperaba despierto, ocupado en unos dibujos que debía presentar en la universidad.
- Perdón por la llamada inoportuna, putín. Marqué tu número porque ya era tarde y no llegabas. Pero corté cuando Zekys me avisó que estabas con un cliente.
No hacían falta las disculpas. Pero le agradecí el gesto y, sobre todo, la cerveza que me ofreció después. Nos pusimos a charlar, sentados en la sala, y aproveché el momento de intimidad para contarle mi noche. Poco a poco, mientras hablaba, me fui acurrucando en sus brazos y él, duro y parco como suele ser, bajó la guardia y fue tierno como nadie. Me escuchó con atención y no dijo una palabra hasta que no di por terminado mi relato. Entonces, me besó en los ojos y, contrariando otra vez sus hábitos, me dio un consejo sin que yo se lo pidiera:
- ¿Viste que los futbolistas, cuando se retiran, cuelgan los botines?... Bueno, yo creo que a vos te llegó el momento de colgar los condones.
Obvio que no le di la razón de inmediato (una también tiene una reputación que resguardar), pero desde el inicio supe que mi marido chongo tenía razón. Yo ya tenía más de veinticinco, además de los clientes tenía trabajo en un gimnasio y, en pocos meses, recibiría el título de profesor de educación física. Los tres teníamos un buen pasar... Entregar el culo por dinero había estado bueno por un tiempo... Ahora ya no era tan necesario... Sin embargo, muchas veces las costumbres son más fuertes y uno necesita un empujoncito para las decisiones radicales. Y para esas cosas, Fede es el indicado.
- Tirá a la mierda la línea roja -me dijo.
La "línea roja" era el celular que usaba para los clientes.
- No sé si pueda... -le respondí.
Él me apretó con fuerza y, por un unos segundos quedamos en un cálido silencio.
- Yo sí puedo. -me susurró después, para luego liberarme del abrazo y hurgar en mis bolsillos.
Con parsimonia cinematográfica, tomó mi celular (el de trabajo), se puso de pie y, mirándome fijamente a los ojos, le quitó el chip. Lo sostuvo frente a mí por unos instantes y finalmente dedujo que mi silencio era un consentimiento. Me tomó de la mano y me invitó a seguirlo. Fuimos hasta el baño, arrojó el chip al inodoro y presionó el botón.
Es raro cómo, a veces, uno necesita que otros tomen nuestras propias decisiones. En otro contexto, hubiera considerado que, aquella noche, Fede había traspasado los límites. Pero lo que en realidad había hecho fue darme la mano para que yo pudiera finalmente dar el salto. Me colgué de su cuello y lo besé. Luego él me besó a mí y después yo a él otra vez. Y así, tras algunos minutos, ya estábamos desnudos bajo la ducha, cogiendo con la calentura que me había faltado en el telo. Porque todas nuestras historias terminan de la misma manera. Ya sea para celebrar o para lamentar.
Que hermoso Fede 🥺❤️
ResponderBorrarQue hermoso Fede 🥺❤️
ResponderBorrarUn lindo final para una historia sobre la parte más penosa de esa actividad.
ResponderBorrarUn abrazo.
Para ser tu primera historia, me encantó, ese Fede es un amor.
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