Bueno… esto es un poco dramático.
Lo admito. Pero las circunstancias en las que yo me hallaba en aquel sábado 22
de diciembre de 2001 eran muy especiales.
Ya les conté con detalle las
diversas peripecias que me habían llevado hasta la cama de Marcos en aquella
semana trágica para la Argentina, en la que el país se derrumbó.
Luego de nuestro revolcón del
viernes, regresé a casa como en un ensueño. No niego que, hoy en día,
experimento cierto sentimiento de culpa al rememorar aquella sensación de
plenitud en medio del desastre que me rodeaba. Al salir de la casa de Marcos,
caminé hasta la parada del colectivo. Eran solo tres o cuatro cuadras, pero las
hice bien despacio. Estaba claro que, lejos de Marcos, la magia se disipaba y
regresaban mis dolores.
Tratando de controlar la
inflamación del pie, a pesar del intenso calor, me había calzado zapatillas de
cuero y parecía que la táctica estaba funcionando. Pero la inflamación anal era
algo muy distinto. Sobre todo si consideramos el hecho de que me había dejado
coger como si mi culito hubiera estado fresco como una rosa. Sin embargo, lo
peor todavía no había llegado y aquella corta caminata todavía era soportable.
En el centro de La Plata (otrora,
ciudad pacífica por antonomasia) todavía había disturbios. En la esquina de
donde yo esperaba el colectivo había una sucursal de un banco y un gran número
de clientes protestaban por lo que consideraban (y, en efecto, era) una estafa
del sistema bancario. La mayoría de los negocios de la zona comercial estaban
cerrados y los pocos que funcionaban atendían a la clientela con las persianas
bajas. El Mc Donnald’s en el que había conocido a Marcos el día anterior
parecía clausurado y sobre su fachada habían escrito con pintura de aerosol
varias frases que se hicieron célebres en esa época. En grandes letras rojas
podía leerse la más icónica, “Que se vayan todos”, y un poco más discretamente,
en una de las esquinas inferiores “Piquete y cacerola la lucha es una sola”.
Todavía quedaban un par de horas de sol y la imagen de aquella avenida
convulsionada, en medio de mi insólita ensoñación, tenía una belleza disruptiva.
En la esquina de mi casa, en
cambio, el único indicio que daba testimonio de las protestas de la noche
anterior eran las cenizas de la fogata que los vecinos habían encendido a causa
de su indignación. Por lo demás, paz absoluta. No se escuchaba ni el ladrido de
los perros.
―
¿Dónde estabas? ―fue
el saludo de bienvenida de doña Elena.
Por si alguno llega a suponer que
el timbre de su voz denotaba cierta preocupación, aclaro que no. Su tono era
más bien de reproche. Y sus palabras siguientes reafirmaron lo que digo.
―
¿Alguna vez vas a tomar conciencia de que no vivís solo y de que tenés
que decirme cuándo y dónde salís?
Y remató con una de sus frases
predilectas:
―
Cualquier cosa que te pase es mi responsabilidad… ¡caramba!
Doña Elena era incapaz de decir
una palabrota. De ninguna manera hubiera dicho “carajo”. Pero el vocablo estaba
igualmente en su repertorio. Porque, antes de decir “caramba”, hacía una pausa,
como si tuviera que hacer un esfuerzo mental para reprimir la grosería.
―
Salí a caminar un poco. ―fue mi única respuesta mientras subía la
escalera hacia mi cuarto.
― ¡¿A caminar?! ―puso el grito en
el cielo― ¿Vos no sabés las cosas que están pasando? Inconsciente como tu
padre… ¡Eso es lo que sos!
No era frecuente que hiciera
referencia a mi padre, pero siempre que lo hacía era con intención
denigratoria. Era su modo de decirme estúpido, ignorante o mala persona.
Siempre desde una actitud de víctima.
Alguna vez leí sobre un rey del
medioevo que, obsesionado por su temor a ser envenenado, ingería a diario
pequeñas dosis de distintos venenos con el objeto de adquirir inmunidad. Ignoro
cuál fue el final del monarca pero su estrategia no me parece descabellada y la
asocio de algún modo a mi conflictiva relación con doña Elena. Con el pasar de
los años ambos llegamos a desarrollar cierta inmunidad contra los dichos del
otro. Pero todo lleva tiempo, de manera que aquella tarde, si bien mi primera
reacción ante la mención de mi padre fue la de dirigirle solo una mirada
fulminante antes de seguir subiendo la escalera, tres o cuatro peldaños más
arriba, sin detenerme ni voltearme, le respondí:
― Nunca conocí a ese señor pero,
a juzgar por lo que me cuentan, parece un tipo inteligente.
Obvio que ella no se quedó
callada. Siguió despotricando y lo último que escuché, antes de cerrar la
puerta de mi habitación, fue algo referido a Dios y al infierno. “Cuento viejo”
pensé antes de desplomarme en la cama y caer, casi de inmediato, en el más
profundo de los sueños.
Desperté en la madrugada del sábado veintidós. Estaba al palo.
Me recuperé por completo de la somnolencia justo en el momento en que la contracción refleja de los músculos bulbocavernosos obligaba a mi pene a sacudirse. Y algunos se preguntarán qué tiene que ver una cosa con la otra pero es que, a raíz del suelo pélvico y esas cosas que tenemos por allá abajo, cuando a uno se le para el pito también se le frunce el culo. ¡Y ahí fue cuando me desperté de golpe! Fue como si me hubieran dado una puñalada en el ojete. ¡Y no es metáfora!
De allí en más, el dolor del pie
fue historia. Lo seguí curando diariamente hasta que la herida cicatrizó por completo,
pero ya no le di importancia. El dolor del culo, en cambio, fue un poco más
persistente y concentró mi atención hasta pasada la navidad. Era un
padecimiento extraño que, por momentos, se manifestaba como un mero pinchazo y,
de repente, explotaba como un ejército de abejas aguijoneando al unísono. Y
cuando no dolía, quemaba. Ese ardor provocado por la inflamación no cesaba.
Sin embargo, ya había comprobado
que la aplicación de hielo no daba buen resultado. Paradójicamente, en internet
me anoticié de los beneficios de los baños de asiento con agua tibia. Algunas
páginas recomendaban también el uso de hojas de malva. Pero a mis quince años,
la botánica no era mi fuerte y no tenía idea de dónde podía conseguir ese
ingrediente (confieso que esa situación no ha variado mucho con el paso de los
años). De modo que, siendo la madrugada y disponiendo de un bidet, opté por
darle una oportunidad a los baños de asiento.
Aclaro, para quien no lo sepa,
que un bidet (o bidé) es un accesorio sanitario parecido a un inodoro, que (al
igual que éste) se instala en los cuartos de baño y cuenta con una instalación
de agua corriente y desagüe. Se diferencia del inodoro por su función: el bidet
está diseñado para el aseo de la zona perineal y anal. Para ello, cuenta con
una taza donde puede acumularse el agua, pero lo más característico es el
dispositivo interno que le permite lanzar un chorro de agua vertical desde el
fondo de la taza hacia arriba, el cual es utilizado para el aseo del ano. ¡El
bidet es uno de los grandes inventos de la modernidad! Incluso hay quien lo
utiliza como estímulo erótico, juas.
No era esa mi intención en
aquella madrugada. Aunque su uso sí me generó un cierto bienestar, por más que
solo fuera momentáneo. El contacto con el agua tibia ciertamente disminuyó la
inflamación. Pero estaba claro que no se trataba de una solución para mi
problema.
Un poco más repuesto, regresé a
la computadora y seguí en mi pesquisa. Recuerden que, por aquellos años, los
buscadores de internet no eran lo que son hoy. Google era apenas uno de los
tantos sistemas de búsqueda y la información en línea no era ni por lejos todo
lo vasta que puede ser hoy en día. Pasé un par de horas frente a la pantalla y,
cuando ya estaba a punto de dejarme vencer nuevamente por el sueño, encontré
una publicación donde se daban consejos para quienes padecen hemorroides. Errado
o no, supuse que esa información podía serme de utilidad. Al fin y al cabo, los
que sufren de hemorroides también andan con el culo en flor.
Entre otros tratamientos que no captaron
mi atención, se recomendaba utilizar gel a base de algo llamado sábila y daba
una receta casera para prepararlo. Pero recordemos que yo tenía tan solo quince
años y, por muy despierto que fuera, carecía de experiencia, destreza y
voluntad para iniciarme en el arte de la preparación de ungüentos. Tan solo
quería que mi culo se curara para volver a la cama de Marco (que, por más que
tuviera el culo roto, no crean que lo del sexo se me había olvidado). Tampoco
tenía idea de lo que pudiera ser la sábila. Hasta que una imagen me puso al
tanto de lo que, de allí en más, se transformaría en mi planta favorita.
La sábila resultó ser, ni más ni
menos, una planta abundante en los jardines argentinos. En nuestro país es raro
encontrar un jardín en el que no haya una plantita de esas, por pequeña que
sea. Pero aquí la llamamos aloe-vera.
Ya en aquellos años había un
político al que se lo apodaba “aloe-vera” porque, cuanto más lo investigaban,
más “propiedades” le encontraban, juas. Porque el aloe sirve para casi todo lo
que esté vinculado al cuidado de la piel y las mucosas. Tiene unas hojas
carnosas y en su interior posee una gelatina verduzca que muchos consideran una
sustancia mágica.
La identifiqué apenas la vi.
En nuestra casa no teníamos un
jardín propiamente dicho. Tal vez en un pasado sí, pero lo que antiguamente
pudo ser un espacio verde había sido cubierto con baldosas decoradas que lo
habían transformado en una especie de patio frontal que no guardaba lógica ni
función. Pero nuestra vecina sí tenía jardín y su jardín, una enorme planta de
aloe-vera, justo al alcance de la mano tras la reja que delimitaba la
propiedad. No sería nada difícil robarle algunas hojas.
Ya estaba amaneciendo. Salí de
casa con sumo sigilo para no despertar a doña Elena. En la calle, el calor se
mitigaba con el soplo de una brisa casi imperceptible pero efectiva. Tal como
había supuesto, alcanzar las hojas a través de la reja fue sencillo. Pero no
tanto arrancarlas. Como dije, era una planta enorme, sus hojas muy gordas y yo
no había llevado ninguna herramienta que pudiera serme útil. Aun así, me las
ingenié para romper un trozo bastante considerable, que de inmediato me babeó
la mano con su melaza verde. En días posteriores regresaría por más, pero con
la precaución de llevar un cuchillo.
Una vez en mi cuarto, cerré la
puerta con llave, me quité la ropa, partí en dos el trozo de la planta y
procedí a untarme los dedos con su baba, para luego, sin más ni más,
embadurnarme el culo con esa sustancia que yo esperaba milagrosa.
Tuve suerte. Hoy sé que tal
imprudencia adolescente, fruto de la inexperiencia y la ansiedad, no tuvo
consecuencias perjudiciales, como pudo haber sido una infección, una reacción
alérgica o una irritación aun peor que la que ya tenía. En realidad no tenía
noción de lo que estaba haciendo, pero sí la certeza de que cualquier cosa era
mejor que no hacer nada. Tuve suerte.
La primera sensación de alivio
llegó con la frescura generada por el gel. Eso fue casi instantáneo y por
supuesto que me cambió el ánimo. Las punzadas de dolor persistieron pero el
ardor fue cediendo. Sobre todo después de que me echara sobre la cama, boca
abajo y abriéndome las nalgas con ambas manos.
En eso estaba cuando me quedé profundamente dormido una vez más.
Volví a despertar a media mañana.
El dolor persistía pero podía percibir (o quería percibir) que la inflamación
había disminuido ligeramente. Con ayuda de una trincheta, corté otro pedazo de
aloe, volví a untarme el ano con el gel de los milagros y regresé a la cama. Me
sentí animado. Casi feliz. Y con renovadas ganas de reencontrarme con Marcos…
Aunque no fuera prudente.
Pasado el mediodía, las ganas
eran ya una necesidad. El recuerdo del cuerpo y de la verga de Marcos había
vuelto a ser una obsesión. Una obsesión que, aun a la distancia, me inflaba la
entrepierna y me atizaba el trasero. La erección era una ineludible señal de
alarma. No debía siquiera pensar en volver a tener sexo. ¡Pero moría de
ansiedad! Tenía que haber algún modo… pero no fui capaz de hallarlo. Lo único que
se me ocurrió fue compartir la ansiedad y la incertidumbre.
Rato después, aprovechando que mi
madre había salido, yo ya estaba nuevamente en la calle. Pero antes de
encaminarme hacia la casa de Marcos, opté por buscar un teléfono público y llamarlo
para ponerlo al tanto de la situación.
― ¡¿Cómo que no vamos a coger?! ―fue
su reacción.
― No, boludo. Tengo el culo hecho
bosta. Me duele.
Hubo entonces un silencio
incómodo.
― Pero en la boca no tenés nada…
― No.
― Entonces pintó mamada.
En los años subsiguientes, esta
se convertiría en mi frase hecha preferida para circunstancias en las que uno
debe conformarse con un bien menor.
En el país, todo seguía igual. Para
una crisis no hay fines de semana. Protestas callejeras y caras largas por
todos lados. En el colectivo, nadie hablaba de otra cosa que no fuera la crisis
y un par de tipos casi se agarran a las piñas por cuestiones de política. Yo,
en cambio, solo podía pensar en Marcos y su entrepierna.
Cuando bajé del colectivo, quedé
en medio de un grupo de manifestantes que estaban siendo dispersados por la
policía. Una anciana cubierta en sudor se colgó de mi hombro para no caer al
suelo. Llevaba en la mano un letrero de cartón en el que se leía “Devuélvannos
la plata”, en cursiva y con una caligrafía manuscrita y desprolija. Apenas si
se fijó en mí y, apenas recobró el equilibrio, siguió gritando sus consignas
incendiarias a voz en cuello, como si nada hubiera sucedido. Y así era: nada
había pasado porque en su realidad desesperada, la posibilidad de caer al suelo
y ser pisoteada por la multitud no representaba un destino peor al que ya
estaba expuesta. El resto de los allí presentes compartían la indignación, la
desesperación y la temeridad de quienes no tienen nada que perder, enfrentando
a los uniformados como si de ello dependieran sus propias vidas. Y en medio de
toda esa marabunta, yo solo podía pensar en coger. En hallar el modo más rápido
de huir de allí y llegar a casa de Marcos para coger. O algo que se le
pareciera, dado el estado lamentable de mi anatomía anal.
Con algo de dificultad, me fui
escabullendo entre la gente en dirección contraria al frente de disputa entre
manifestantes y policías. Recibí algún golpe involuntario por parte de personas
que gritaban desaforadas y sacudían sus pancartas con violencia y sin control. Hubo
alguno que saltaba como un poseso y cayó con todo su peso sobre mi pie herido.
Vi las estrellas pero seguí escurriéndome entre la muchedumbre.
Al llegar a la esquina, por fin
pude salir de aquella locura. El movimiento en las calles laterales era casi
inexistente y los ecos de la revuelta fueron quedando atrás a medida que me
alejaba de la avenida.
Toqué timbre en lo de Marcos y,
para mi sorpresa, fue Felipe hijo el que abrió la puerta.
Quedé deslumbrado. El chongazo
estaba allí, frente a mí, más gigante aun de lo que lo recordaba, portando tan
solo un pantaloncito de baño y ojotas blancas que resaltaban aún más el
bronceado de su piel. La camiseta, también blanca, la llevaba en la mano. Me
miró como quien mira una babosa y, sin quitarme los ojos de encima, gritó:
― ¡Che, acá te buscan!
Mi llegada había coincidido con
el momento en el que él se retiraba. La escena duró unas milésimas de segundo,
pero la recuerdo en cámara lenta. Cada detalle y cada sensación. Luego de
anunciarme, pasó a mi lado, tan cerca de mí que pude percibir el aroma de su
piel e incluso descubrir cómo brotaban las incipientes gotas de sudor tras el
primer contacto con la luz del sol. Con un simple movimiento, habría podido (y
deseado) rozar los músculos de su pecho y de su abdomen con la yema de mis
dedos, pero una afortunada conjunción de cobardía y prudencia contuvo mis
impulsos. De todos modos, su cercanía me perturbó e inconscientemente giré
sobre mis talones para contemplar la belleza de su espalda a medida que se
alejaba. Una voz que pronunciaba mi nombre llegó a rescatarme.
Era la madre de Marcos, que me
invitaba a pasar.
― ¿Cómo va ese pie? ―preguntó
amablemente.
― Muy bien. ―le respondí― Ya casi
no duele.
― Es que ustedes, los jóvenes,
tienen un metabolismo muy rápido y todo se cura en la mitad del tiempo. A una
persona de mi edad no le sucedería igual…
Mientras ella parloteaba, vi a
Marcos en el fondo de la casa, junto a la puerta de su habitación, haciendo
señas para que fuera a su encuentro. Al igual que su hermano, estaba
semidesnudo y la espiga de su cuerpo parecía mucho más atractivo a la distancia.
La madre también lo vio y sonrió. Sin que yo pudiera explicarme cómo lo había
hecho, tenía entre sus manos una bandeja con una jarra de jugo helado y dos
vasos.
― Tu amigo te espera… ―y en
referencia a la bandeja― ¿La podés llevar vos o te acompaño?
― No, no. Yo la llevo. Muchas
gracias.
Y así me encaminé hacia la
habitación de Marcos con la bandeja en las manos, mientras la madre comentaba
sobre la intrepidez de los jóvenes que, a pesar de los disturbios, salen a la
calle.
Impaciente, Marcos fue a mi
encuentro y tomó la bandeja.
― Para acelerar el trámite. ―me
dijo guiñándome un ojo.
Una vez en el cuarto, dejó la
bandeja sobre el mueble de la computadora y se abalanzó sobre mí. Me abrazó y
me besó con desesperación. Pero cuando empezaba a manosearme, cuando sus dedos
se encaminaban inexorablemente hacia mis nalgas, tuve que detenerlo.
― ¡No! ¡Ahí no! Hoy esa zona está
prohibida.
Traté que el tono de mi voz no
sonara dramático, pero lo decía en serio. Él lo comprendió.
― Perdón… Me dejé llevar.
Y sin pérdida de tiempo se bajó
los pantaloncitos que llevaba puestos, dejando expuesta su pija a media asta.
― Pero chuparla sí podés, ¿no?
Imagino que mi sonrisa debe haber
sido lo suficientemente luminosa y amplia como para sosegar su incertidumbre. Sin
mediar más diálogos, me hinqué frente a él y, apoyándome en mis muslos, rocé su
glande con la punta de mi lengua. La verga dio un respingo y Marcos reprimió un
graznido. En pocos segundos, la pija ya estaba dura como roca. Yo seguí lamiéndola
sin prisa, deteniéndome en cada pliegue de su prepucio y en cada ondulación de
su frenillo. Él movió su cadera hacia delante con el propósito de metérmela en
la boca, pero yo me hice hacia atrás y, con una nueva sonrisa, le di a entender
que todavía tendría que esperar para eso. Si íbamos a prescindir de la
penetración, había que actuar de modo que el peligroso viaje hasta su casa valiera
la pena. Descubrí así nuevas maneras de disfrutar de una verga. El simple hecho
de contemplarla tan de cerca me generaba una satisfacción indescriptible. La
habitación era muy luminosa y podía distinguir tanto las pequeñas
irregularidades de su piel como el impactante lustre de la superficie del
glande hinchado de sangre. Fui capaz de percibir la tenue supuración de
presemen por el hoyito de la punta y recogerlo delicadamente con la punta de mi
lengua. Para su desesperación, pero también para el regocijo de ambos, durante
largo rato, ese fue el único contacto entre nuestros cuerpos. El calor de mi
aliento exigía al máximo la sensibilidad de aquella carne ansiosa por mayores
goces. Pero la flexibilidad de mi lengua tenía todavía muchos recursos antes de
lanzarse abiertamente a la conquista de aquel falo que no deseaba sino
rendirse. Las lamidas fueron extendiendo poco a poco su campo de acción. Gracias
a una contorsión muy difícil de explicar con palabras, aliento y lengua se
desplazaban a lo largo de la uretra, o como se llame esa especie de tuvo que
sobresale en la parte inferior cuando se produce la erección. Marcos se
esforzaba por contener los gemidos y en algún momento intentó forzarme a tragar
la verga. Intentos que frustré elegantemente. Poco a poco fue cubriendo su pene
con mi saliva y, recién cuando lo consideré oportuno, extendiendo mi lengua por
debajo, introduje su glande dentro de mi boca, pero poniendo cuidado en no
tocarlo con los labios. Para ello, tuve que abrir muy grande las mandíbulas,
una exigencia que no había intentado con anterioridad. Había visto esa maniobra
en una porno del Bello Amigo y supuse que debía dar muy buenos resultados. Y no
me equivocaba. Marcos no pudo evitar el quejido de placer e intentó otra vez
clavarme la pija a fondo. Mis buenos reflejos me permitieron retirarme a tiempo
y volver a probar la táctica, una y otra vez, hasta que Marcos se resignó a disfrutarla
sin trampas. Claro que, para alcanzar esa tregua, fueron necesarios algunos
silenciosos forcejeos previos y que la distancia entre los cuerpos quedara
garantizada por la fuerza de mis manos alrededor de sus muñecas. Era una
batalla de placer.
― Me estás enloqueciendo. ―gruñó
mordiendo cada palabra.
Yo no encontraba límite a mi
disfrute. Con la lengua exploré cada una de las venas de su pene, todas a punto
de estallar. Y cuando decidí que era hora de unir los labios a la tarea, me di
cuenta de que la eyaculación ya era inevitable. Apenas rodeé la cabeza con mi
boca, un chorro de semen se estampó contra la campanilla de mi garganta y
Marcos gritó sin miramientos. En sucesivos espasmos, mi boca se inundó de su
leche agridulce, al tiempo que su cuerpo se tensaba más y más. Pero el buen
momento tuvo un final abrupto.
― ¡Mar…! ¿Qué pasó? ¿Qué fue ese
grito?
La madre se acercaba y Marcos se
apresuró a subir sus pantaloncitos mientras yo limpiaba algunas gotitas de
semen que habían escapado de mi boca. Pero la erección de Marcos era
indisimulable y al oír la voz de su madre al otro lado de la puerta se puso pálido.
― Hijo, ¿está todo bien?
En esa familia se respetaban las
normas básicas de convivencia y la madre no abrió la puerta compulsivamente
(cosa que sí hubiera hecho doña Elena en su lugar).
― Tranquila, ma. Todo está O.K.
Solo fue un susto porque casi se me cae la jarra de jugo al suelo por accidente.
Hay personas que, presionados por
la inmediatez, son incapaces de improvisar una buena excusa. Marcos estaba
entre esas personas, pero de todas maneras su explicación forzada funcionó.
― Ah… Bien… Tené cuidado de no
manchar la alfombrita, que hace apenas una semana que la envié a la tintorería.
La alfombrita a la que se refería
era un pequeño tapete, bordado en rojo y blanco, que estaba a los pies de la
cama de Marcos, justo debajo de donde nosotros nos encontrábamos. Efectivamente,
se lo veía impecable… salvo por esa gota de leche que acababa de caer durante
nuestro “accidente”.
Tras el incidente, Marcos se tumbó
sobre la cama. La erección persistía por debajo de la tela. Yo me tumbé a su
lado y descorrí el borde de la prenda hasta liberarla. Me metí la pija en la
boca y la chupé con detenimiento, como si estuviera limpiando los restos ya
inexistentes de semen.
― ¿Ahora te la comés, pedazo de
turro?
Le dediqué una mirada burlona y
le lamí la verga desde la base hasta la punta con gesto exagerado.
― Es que me pareció que con las
lamidas no estabas disfrutando…
Nos reímos y jugueteamos un rato
sobre la cama. Cuando nos acordamos de la jarra, el jugo todavía estaba fresco y
repusimos fuerzas.
Su erección todavía no se había
disipado del todo. Volvió a desnudarse y sacudiéndose la verga me invitó con la
mirada.
― ¿Te animás a ponérmela dura
otra vez?
Era obvio que sí. Los desafíos
nunca me acobardan.
Se la comí con ganas. Como si la
boca fuera capaz de suplir mi necesidad de sentirla entre las nalgas. Esta vez
usé todo lo que tenía disponible. Lengua, boca, manos y el resto de mi cuerpo. Salvo
el culo. En el transcurso de la tarde le haría la paja hasta con los pies.
― Cuando te vuelva a coger voy a
ser más cuidadoso. ―prometió.
Lo miré detenidamente buscando un
destello de ironía. Pero parecía sincero.
― A mí me gustó cómo lo hiciste…
― ¡Pero te rompí todo!
Era cierto y, aun así, me alcé de
hombros.
― ¡Pero me gustó!
Se la seguí chupando mientras él
meditaba.
Después de la segunda eyaculación,
como si fuera un gesto más de nuestra vida cotidiana, me desnudé, me tendí a su
lado y nos quedamos largo rato en silencio.
― ¿Ahora te duele? ―preguntó de
repente.
― Un poco…
― ¿Un poco “mucho” o un poco “poco”?
― Un poco “poco”.
― Deberías ir al médico…
Lo miré con horror fingido.
― ¿Y qué le voy a decir? ¿Vengo a
verlo porque mi novio me rompió el ano?
Lo dije sin pensar.
Ambos quedamos en silencio
durante unos microsegundos que a mí me parecieron horas.
― No somos novios. ―dijo él
finalmente, sin darle importancia a la expresión.
― ¡Claro que no! ―me repuse― Pero
dicho así da la impresión de que soy menos puta.
― Pero lo sos… ―replicó con la
sonrisa más amplia que le conocería.
― Y por eso me querés dar leña
todo el tiempo.
Él se quedó pensativo sin perder
la sonrisa.
― En momentos como este uno
quisiera no ser tan educado…
Y echándose sobre mí, me abrazó y
me propinó una catarata de besos.
― Pero ojo que, si esto sigue así,
me convierto en un violador serial en cualquier momento.
― ¡Voy a necesitar un bosque de
aloe-vera entonces!
Y fue así como tuve que
explicarle el tratamiento.
― ¡Acá tenemos esa planta! ―dijo
y al instante se calzó los pantaloncitos y salió del cuarto.
Un rato después regresó con unas
hojas bien gordotas de aloe-vera.
― Preparate que te voy a hacer
las curaciones.
Yo pensé que se estaba burlando
pero lo decía en serio… O al menos eso me pareció…
Puso las hojas sobre el
escritorio y, usando una trincheta, abrió una de ellas en forma longitudinal.
― Mi vieja la utiliza para las quemaduras
y para las heridas… Es raro que el otro día no la haya usado para curarte el
pie… Dale… ponete en cuatro, jajajajaja.
¿De verdad hablaba en serio?
Cuando le hice caso, se plantó
delante de mí, se bajó los pantalones y me ordenó:
― Chupala hasta que se ponga dura
de nuevo.
¡Listo! Todo era una artimaña
para reiniciar la acción.
Le seguí el juego y la pija se le
paró bastante rápido.
― Ahora sí… ―dijo entonces― Es
momento de hacerle sana-sana a ese culito.
Mi alarma se encendió cuando vi
que empezaba a embadurnarse la verga con el gel del aloe. “¿Este pelotudo se
piensa que no me va a doler si me la mete con esa cosa?”, pensé.
― ¡Ni sueñes con que me vas a
culear! ―le advertí― ¡Ni aunque te bañes en aloe!
La sonrisa no se la borraba de la
cara mientras seguía pintándose la pija con la parte interna de la hoja.
― Ah, un paciente problemático,
¿eh? Vamos, no seas ñoño y mostrame el culo. Vas a ver que mis técnicas
curativas van a ser un éxito.
En su actitud no había ni un
atisbo de amenaza y eso me confundía. ¿Qué era lo que pretendía? ¿A qué estaba
jugando? Con mucho recelo, hice lo que me pedía.
― Ufffff… es cierto que este culo
está hecho pelota… Mea culpa… Pero vamos a ponerle remedio.
Se puso de rodillas en el suelo. Mi
culo quedó a la altura de su rostro. Se inclinó hacia mí y me besó las nalgas
con suavidad. Luego les dio unas lamidas y se puso nuevamente de pie. Entonces
comprendí qué era lo que se proponía.
― Tranquilo que no te voy a hacer
daño…
Me hablaba como se le habla a un
caballo salvaje antes de montarlo.
Apoyó su glande cubierto de aloe
entre mis nalgas y con movimientos circulares fue untando la zona con su
peculiar pincel. Cuando rozó el ano me estremecí súbitamente, pero él me calmó
asegurándome que no intentaba meterla. Y no la metió. Haciendo gala de una
extraordinaria suavidad y usando todo su pene, solo masajeó mi culo con su pija
curativa. Después de un rato, al escasear la tan peculiar lubricación, se echó
sobra la cama boca arriba y volvió a embadurnarse. Me invitó a montarme sobre
su vientre y a que fuera yo mismo el que realizara la aplicación. Con mucho
cuidado y mayor excitación, empecé a mover mis caderas de modo de aprovechar
cada gota del aloe disperso a lo largo de su falo.
¡Fue una experiencia increíble!
Increíble y también dolorosa. Yo
también estaba excitado y, por tanto, erecto. Como ya dije y saben, los músculos
de la zona trabajan en conjunto y, cada vez que se contraían los que provocan
la erección, también lo hacían los de mi ano, con lo cual el placer no estuvo
exento de padecimiento. ¡Pero valió la pena! ¡Sin duda! Tanto que, en el clímax,
regué su pecho con mi semen más espeso y mis lágrimas más saladas. Pero ese fue
un detalle que me guardé para mí.
Luego volvimos a abrazarnos y a
besarnos casi con ternura. Los silencios después del goce se nos habían hecho
carne y, después de media hora de quietud absoluta, creí conveniente romper con
ese ambiente tan apacible.
― Si querés que te la chupe de
nuevo más vale que te la laves… esa baba le debe haber dejado gusto amargo…
Me miró con desconfianza.
― ¿Me la querés chupar otra vez?
Alcé los hombros e hice un gesto
de “quién sabe”.
Cuando regresó del baño con la
pija limpia se la volví a chupar y así, los dos contentos.
¡Qué historia tan emocionante y morbosa!
ResponderBorrarPrecioso relato ZekY's !!! Como siempre una obra de arte. Me a sorprendido mucho que un chiquillo de tu edad, de "CIUDAD", sin conocimiento alguno de botanica llegaras a discurrir sobre el uso del Aloe Vera con un simple apunte del arcaico internet de aquellos años... Yo que me he medio criado en un pueblo, y desde niño han enseñado el uso de las plantas medicinales de la montaña, tambien tenia mi formula magistral para las irritaciones, quemaduras, y demas problemas cutaneos... Yo en mi caso, todos los años, durante las vacaciones de verano, llenaba un tarro con una mezcla de flores secas de Lavanda, Rosa, Calendula y Manzanilla, y las maceraba un par de meses en Aceite de Oliva, que despues filtraba para usarlo durante todo el año como remedio para todos los descalabros cotidianos ( los de ojete incluidos ) con sorprendentes resultados jajajaja.
ResponderBorrarBesitossss !!!!
Tampoco es que haya hecho nada extraordinario. Solo corté la hoja y me embadurné el trasero con el gel natural, así como salía de la planta jajajajaja. Ninguna preparación ni ninguna maceración jajajajaja.
BorrarDespués de terminar el relato me acordé de que también había probado con barro, pero eso solo me refrescaba momentáneamente pero no me curaba la inflamación. El aloe fue mucho más efectivo.
UNa autentica lección de medicina natural. Como siempre quedé prendado de tu narración. La quiero volver a leer con más calma. Si veo algo nuevo ya lo comentaré.
ResponderBorrarBesos y abrazos
Lección fue el comentario de Juanjo!!!! juas.
BorrarÉl sí que sabe cómo hacer las cosas bien en estos casos.