Y, por cierto, me hubiera encantado hablar del tema cara a cara.
En principio les diría a quienes tanto me critican que yo no "terminé" de ninguna manera. Mi profesión actual no es el final de mi vida. Se trata apenas de una actividad que me permite vivir dignamente (sí, DIGNAMENTE) e incluso gozar de ciertos lujos a los cuales no puede acceder la mayoría de los trabajadores “convencionales". Los prejuicios son malos asesores si aseguran que no existe un futuro también para mí. Todavía soy joven y me esfuerzo para mantener mi buen aspecto, pero cuando ya no me sea rentable continuar en el negocio, afrontaré otra ocupación con el mismo profesionalismo y el mismo respeto con los que hoy desarrollo ésta.
Aclaro, por otra parte, que la denominación "trabajador sexual" no es de mi total agrado. Me resulta muy sociológico, muy aséptico, como quien le tiene asco a su propia mierda, como quien habla de un virus en el espejito del microscopio. Yo prefiero "puto", así a secas, pero me topo con el inconveniente de que aquí, en Argentina, "puto" es todo hombre al que le gusta la poronga, lo haga o no por dinero. Me agrada también prostituto, pero no puedo negar que resulta demasiado catedrático, una palabra confinada a los libros de texto.
Lo que sí detesto es que me llamen "taxi boy". No solo por el origen foráneo del término (como estudiante de letras me arrogo el deber de defender el empleo de mi lengua natal), sino también por su clara connotación despectiva y discriminatoria: un taxi, al fin y al cabo, es un vehículo en el que se monta cualquiera que tenga el dinero para pagar el servicio. Y ése es justamente uno de los prejuicios que, desde hace tiempo, trato de combatir, a partir de la modalidad de trabajo que me he impuesto. Yo no soy un taxi, ni me vendo, ni me alquilo. Solo soy un chico que ofrece servicios sexuales en base a una tarifa. Pero para acceder a esos servicios no basta con tener el dinero. ¡Ni siquiera es imprescindible tener el dinero! Tomando como obvia la exclusión de las mujeres en el universo de personas aptas para acceder a mis partes íntimas, también ha habido y habrá en el futuro hombres vedados, aun cuando dispusieran del efectivo. Del mismo modo, hay otros que han recibido o recibirán esos servicios sin necesidad de un intercambio monetario. Lo que quiero decir es que yo siempre elijo con quien tratar y con quién no. Y las razones de mi elección son diversas, pero siempre supeditadas a mi criterio personalísimo. Hay quienes me acusan de soberbio, de creerme superior al resto de mis colegas. Sin embargo, lejos está de mis intenciones negar las realidades de los otros. Pero no por ello estoy imposibilitado de manifestar la mía propia. Y mi caso es prueba palpable de que prostitución no es, necesariamente, sinónimo de marginalidad, de criminalidad, de carencias o de "todo vale".
En cuanto a cómo llegué a ser prostituto, no es una historia complicada. Insisto en que yo no arrastro un pasado de miseria, de ignorancia o de resentimiento. No he padecido violencia familiar (la tediosa y pertinaz perorata evangélica de mi madre no puede encuadrarse como tal). Tampoco sufrí una tanguera desilusión amorosa ni fui víctima de la trata de personas (aunque conozco de cerca sobrados casos que pueden ilustrar cada una de esas iniquidades que hoy tantos naturalizan). Yo he sido afortunado y, del mismo modo en que elegí una carrera universitaria, también elegí un modo de ganarme la vida: por gusto, por oportunidad y en base a mis talentos y capacidades (¿por qué no decirlo?).
En el momento en que escribo estas líneas tengo veintiún años. Me crié en el seno de algo parecido a una familia, de clase media acomodada, con madre fanática religiosa y un padrino que ofició como figura masculina y al que le debo la base cultural y afectiva de mi educación. Jamás conocí a mi padre biológico, pero sé que conduce una limusina en Miami y, mes a mes, a lo largo de mis pocos años de vida, ha enviado puntualmente el cheque que me permite acceder a una excelente educación y gozar de una salud inmejorable. Desde temprana edad desarrollé un espíritu crítico que más de un adulto me envidia y el destino puso en mi senda oportunidades únicas que creo haber sabido aprovechar. Nunca (... o casi nunca) me dejé tentar por las drogas y sus cantos de sirena, ni por las atrayentes soluciones fáciles y seguras. No soy perfecto pero estoy orgulloso del trayecto que me ha traído hasta donde hoy me encuentro. Un trayecto que, sin dudas, se inició en un punto incierto de mi pasado, pero comenzó a clarificarse a partir de esa crisis de finales del 2001, durante la cual perdí mi virginidad y gané la resolución de ser auténticamente quien quería ser.
Después de aquel primer encuentro con Marquitos en el Mc Donnald’s, vinieron otros más. Vivimos una tórrida relación de apenas diez días, período febril durante el cual exprimimos a fondo nuestra intuición y nuestra imaginación, poniéndolas al servicio del placer. No quedó sitio en su casa donde "experimentar" ni posición humanamente practicable. Que yo recuerde, aquellos encuentros furtivos y clandestinos constituyen mis primeras vivencias incuestionablemente felices. Sin que esto signifique que mi vida anterior hubiese sido un mar de lágrimas. Como ya dije, nunca me faltó afecto ni tuve necesidades insatisfechas. Simplemente, hasta el año 2001, mi mundo había carecido de altibajos, todo había sido naturalmente plácido, sin estridencias y sin conciencia (claro está) de mis privilegios. Las calamidades de la humanidad no formaban parte de mi universo y yo vivía en medio de una fantasía donde la placidez y la perfección terminarían por volverse tediosamente insoportables.
Ese mundo perfecto y aburrido comenzó a resquebrajarse con el arribo de la pubertad, con el nacimiento de nuevas necesidades cuya satisfacción no estaba contemplada en el combo suministrado por la asistencia familiar. Yo trataba de ocultar estas nuevas sensaciones recluyéndome en el estudio y en el respeto por las normas impuestas por mi doctrinaria progenitora. Pero ese cúmulo de hormonas era una olla a presión que, más temprano que tarde, tenía que estallar. Y cuando eso sucedió, las verdades del mundo se abrieron paso en mi cabeza y la verga de Marcos hizo lo propio en mis esfínteres. En más de un aspecto, el Zekys actual, el verdadero, nació ese día en que me rompieron el culo, ese día en que una pija sacudió las estructuras de mi vida acomodada y me enseñó que en el dolor también puede haber satisfacción.
No obstante (como dice aquella canción de los setenta que mi padrino solía canturrear mientras fregaba la loza), "todo concluye al fin".
Los días que siguieron al sábado 22 de diciembre de 2001 carecen de interés. Al menos en lo que a sexo se refiere. Marcos y su familia se trasladaron a San Isidro, una localidad de los alrededores de Buenos Aires, para pasar las navidades con los abuelos paternos. Yo aproveché el distanciamiento para terminar de curar mi pobre culo destrozado, para reflexionar sobre las nuevas experiencias adquiridas y para enfocarme firmemente en las fuertes discusiones con mi madre que se avecinaban.
La Noche Buena de 2001 fue la primera que pasé solo en mi casa. La primera después de la partida de Emilio, mi padrino. Era obvio que mi madre insistiría (ese año más que nunca) en que la acompañara al templo. Pero para mí no era una opción. Las cuestiones religiosas me han sido ajenas desde que tengo uso de razón y muy especialmente las que involucraban a doña Elena y a su fanatismo. Discutimos duramente hasta el último momento. Ella quiso imponer su autoridad de madre y yo tuve que amenazar con un escándalo en mitad de la misa, razón por la cual se impuso mi postura. Ella participó de las celebraciones de su congregación y yo me quedé en mi hogar como en una noche cualquiera. Que es en realidad lo que era para mí.
Los últimos días de la siguiente semana, en cambio, fueron tórridos para Marcos y para mí. De miércoles a viernes, nos desgastamos cogiendo. Fue una locura tras otra, arriesgándonos a ser descubiertos por su madre o por Felipe hijo. El tratamiento con aloe-vera había dado buenos resultados y pude ejercer mi pasividad casi sin inconvenientes.
Sin embargo, tal como estaba planeado, el sábado 29 de diciembre, la familia de Marcos viajó a Punta del Este, donde habrían de permanecer hasta fines de febrero. el polvo de despedida fue maravilloso y lleno de promesas de reencuentro después de las vacaciones. Pero ya nunca volvimos a vernos. En apenas dos meses, mi vida cambiaría tanto que Marcos pasaría ser solo un buen recuerdo. Lo nuestro había sido solo sexo y para ninguno de los dos pasó de eso. ¿Que cómo lo sé? Porque así como yo nunca fui a buscarlo, él tampoco fue a buscarme a mí.
En ese sentido, el 6 de enero, Día de Reyes, fue un día clave.
Mi computadora venía fallando desde tiempo atrás, pero con un poco de paciencia me conectaba a internet y me permitía chatear.
En la noche del día 5, había conocido a chico_drag85 en una sala de chat y gracias a él conocí a Lukas Ridgeston, quien se convertiría en uno de mis actores porno favoritos. Me dijo que vivía también en
La paja había sido tan explosiva que esa noche no tuve dificultades para conciliar el sueño.
Al despertar, pasado el mediodía, con la intención de ir entrando en calor, quise ver una vez más las fotos de Lukas y de chico_drag, pero la máquina ya no quiso arrancar. De hecho, nunca más lo hizo.
Entré en pánico. A esas alturas, yo ya era un adicto a la internet y la sola idea de no poder conectarme me generaba angustia. Solo me consolaba la idea de que esa misma tarde me encontraría con chico_drag y juntos hallaríamos la manera de desahogarnos.
Siempre sostuve que en la vida no existen las casualidades. Después de haber caminado más de treinta cuadras y de haber pasado frente a decenas de negocios similares, cerca de mi casa, me detuve frente a la puerta de un ciber. Tal vez fue solo el cansancio. Tal vez no. Recordé que mi máquina había colapsado y con el propósito de combatir mi frustración con pornografía, entré.
El local no era muy grande y estaba atestado de computadoras, ubicadas en pequeños cubículos de madera donde apenas había espacio vital para una persona. Era un tugurio desagradable que me despertó cierta claustrofobia. Se escuchaba ruido de teclados pero no se veía a nadie, salvo al encargado, un tipo de unos veintitantos que me sacó una radiografía con la mirada en cuanto me planté ante sus ojos y, sin preguntarme nada ni quitarme la vista de encima, me indicó:
― Pasá por la 23.
Los cubículos se alineaban en varias filas transversales a las cuales se accedía por un estrecho pasillo a la izquierda del local. Entre fila y fila, había el espacio justo para que cupiera una butaca y un estrecho pasillito libre por detrás. La razón por la que no se veía a nadie desde la entrada se debía a que los cubículos tenían la altura suficiente como para ocultar a los que estaban sentados ante las máquinas. La que me había tocado en suerte estaba en la quinta fila, la última. Avanzando por el pasillo de la izquierda, pude ver que había solo cuatro clientes, uno de los cuales era un tipo cuarentón, con pinta de abogado, y estaba sentado en mi misma fila, una máquina de por medio. Por alguna razón (¿veleidades adolescentes?) mi mente había barrido la frustración y asomaba nuevamente la básica calentura. Obvio que el abogado me calentó y, como una ráfaga, me imaginé arrodillado frente a él chupándole la verga. El tipo ni me registró. Yo me senté en mi sitio y, luego de verificar la acostumbrada inactividad de mi cuenta de correo electrónico, busqué más fotos de Lukas Ridgeston. La respuesta del buscador se tradujo en decenas y decenas de imágenes en las cuales se hablaba de Lukas en todos los idiomas y se lo mostraba cuan bello y cachondo era: desnudo, vestido, con la pija parada, con la pija muerta, solo, acompañado, en interiores, al aire libre... ¡Un infierno! De pronto el señor con pinta de abogado se levantó de su butaca para retirarse y ¡a mí no me daban las manos para minimizar ventanas! Tarea inútil, porque al hacer desaparecer el primer plano de la verga de Lukas solo lograba dejar en pantalla la imagen de su culo. Por suerte (o no) el tipo siguió sin registrarme y se fue sin percatarse de mi pornografía.
Solo ya en la fila y caliente como un radiador, me permití la licencia de bajar el cierre de mi jean para tocarme sutilmente y disipar (al menos en parte) mi estado de emergencia sexual. Como suele suceder en estos casos, uno pierde la noción del tiempo y del espacio. Así fue como, de repente, oí una voz a mi lado que me preguntaba:
― ¿Tenés idea de cómo se llama ese flaco?
Era el encargado, que estaba justo detrás de mí con un paño en la mano, supuestamente abocado a la limpieza de máquinas y escritorios. Mi mano izquierda abandonó de inmediato la entrepierna y la derecha trató infructuosamente de dominar el mouse, con el estúpido propósito de ocultar las imágenes una vez más. El encargado solo sonrió.
― ¿Cuántos años tenés? ―me preguntó.
Obvio que titubeé y al final mentí como un idiota:
― 17.
¿No podía haber dicho, por lo menos dieciocho???????
El tipo se rió de nuevo y se sentó a mi lado. Dejó el paño sobre el escritorio y me tomó la mano. Una corriente eléctrica me recorrió todo el cuerpo. Una sensación muy agradable y a la vez inquietante.
― Vos sabés que, siendo menor, no deberías estar viendo esas cosas ¿no? Me ponés en un compromiso.
Su voz era serena, pero esa serenidad evidenciaba sus segundas intenciones. Yo estaba petrificado y, al mismo tiempo, consumido por el calor de su mano sobre la mía. Hasta que se recostó en la butaca y se agarró el bulto sin mayores protocolos.
― Si yo te dejo ver porno hasta que se te den vuelta los ojos, ¿vos me devolverías el favor?
Y se puede decir que recién entonces lo vi con claridad.
Me refiero al tipo.
No era una belleza pero tampoco era un monstruo incomible. Tenía buen cuerpo, espaldas anchas y un paquete interesante apenas disimulado por el pantalón deportivo. El chabón me sabía ganador. Yo miré a mi alrededor en busca de los demás clientes (los mismos que, de haber existido, no habría podido ver detrás de los cubículos).
― No te preocupes. ―me dijo― Ya se fueron casi todos. Solo hay un viejo que es más pajero que vos y yo juntos y tiene los auriculares puestos.
Dicho lo cual, estiró el borde del pantalón hacia abajo y me mostró la verga dura que, se suponía, formaba parte del trato.
― Esta no es una foto ―aclaró, por si hubiera sido necesario.
Mi calentura era tal que no me dejó optar por la prudencia. Tenía mucho miedo (el flaco era un perfecto desconocido y llevaba la perversión tatuada en la mirada) pero también estaba la emergencia de mi entrepierna.
Casi no lo pensé y, sin emitir palabra, me hinqué de rodillas entre sus piernas para lamer la verga que me ofrecía. Cerré los ojos y mi lengua la disfrutó palmo a palmo. La tomé entre mis manos, replegué el prepucio y recorrí suavemente su glande hasta arrancarle el primer suspiro.
― ¡Qué bien que lo hacés, putita! Y yo que te creía un pichi...
Un escalofrío me recorrió por entero cuando escuché que me llamaba “putita”.
Con los labios cubrí solo la punta y empecé a girar mi cabeza hacia uno y otro lado mientras con la mano le aferraba el tronco. A Marcos le fascinaba que lo hiciera y, al parecer, al encargado del ciber también. Seguí trabajándolo de ese modo durante unos minutos hasta que el flaco tomó cartas en el asunto, abandonó su pasividad y, sosteniéndome la cabeza con ambas manos, con un brusco movimiento de pelvis me la hundió hasta el fondo. Tuve una arcada pero me gustó. No es que Marcos hubiera sido un caballero, pero esa repentina (y hasta entonces desconocida) brutalidad me encendió de tal modo que sentí miedo de mí mismo. Miedo de la ausencia de límites y de las cosas que podría llegar a permitirle en ese rapto de descontrol. Aun así, la posibilidad de resistirme no estaba entre las opciones. Me empecé a pajear al mismo ritmo con que él me cogía por la boca. Me la metía una y otra vez, frotando el glande contra el paladar hasta hacerlo chocar contra la campanilla. Para mí era una sensación sumamente extraña: la verga me llenaba la boca y me daba ganas de vomitar, pero a la vez me erizaba la piel y me hacía desear más y más.
Por un momento tuve cierta conciencia de la situación y no pude creerlo: allí estaba yo, de rodillas, chupándole la pija a un chabón desconocido, ya sin el menor atisbo de culpa y disfrutando de las guarradas que me decía entre dientes. Porque era de los chongos que gustan de insultar mientras garchan y tenía un repertorio de lo más surtido. Con ritmo descontrolado, las palabrotas parecían coordinarse con los choques de su pelvis contra mi cara. Hasta que la leche me inundó repentinamente la boca.
Era un semen dulzón (mucho más agradable que el de Marcos) y, para su mayor placer, no dejé escapar ni una gota.
― ¡Cómo te la comiste, hijo de puta! ―fue lo único que dijo al recuperar el aliento.
Yo supuse que todo había terminado. Pero la verga no perdió turgencia y, antes de que yo pudiera ordenar mis ideas, el tipo me puso de pie, me obligó a apoyarme con las manos en el mueble, y me bajó los pantalones.
― No chillés que, si el viejo te escucha, por ahí le dan ganas de unirse a la fiesta.
Acto seguido, se ensalivó la punta de los dedos y me los metió en la raja, jugueteando alrededor del ano, despacio y sin apuro, pero sin penetrar. No puedo decir que me sorprendiera. En mi fuero interno, aquella escena ya rondaba en mi fantasía desde el mismo momento en que el tipo me había hablado por primera vez. La verga se me puso tiesa como nunca y casi eyaculo antes de tiempo.
― Se nota que te gusta, putita culo roto... Te la voy a meter hasta el fondo y me vas a pedir más.
Me hablaba al oído y no dejaba de decirme cochinadas.
Cuando supuso que ya estaba bien lubricado, me hundió un dedo en el culo. Me dolió, pero apenas dejé escapar un quejido que él interpretó como de placer. Y en realidad lo era. Ya se sabe cómo son esas cosas. Junté bastante saliva en el cuenco de mi mano y con la otra lo invité a retirarse por un instante. Me ensalivé bien el culo y luego le regresé el dedo adonde lo había sacado. Esta vez entró más suavemente y gemí con mayor entusiasmo. Empezó a dedearme la próstata, pellizcándome los pezones con la otra mano. De pronto, se detuvo. Al retomar la labor sentí que la presión había aumentado: me había metido dos dedos con total facilidad. Ya estaba preparado para una verdadera cogida. Solo tuve que mirarlo y él comprendió.
Sin apartar su vista de la mía, volvió a ensalivarse la palma, se la pasó por la verga y empezó a sobarme las nalgas. El falo se coló entre los glúteos con comodidad, deslizándose con lentitud pero aun sin penetrar. ¡Yo ya no podía soportarlo! La tensión era inaguantable. Me abrí las nalgas yo mismo y meneé las caderas en puntitas de pie, tratando de acomodar la pija en el lugar correcto. Me fue imposible y tuve ganas de gritar que me la metiera de una puta vez. Pero la idea de que el viejo quisiera unirse a la fiesta me contuvo. Sin embargo, el tipo comprendió todo y satisfizo mi ruego reprimido.
La pija se clavó en mi culo con total libertad. Fue como si mi esfínter hubiera esperado desde siempre su llegada. Una penetración serena y natural... hasta que estuvo toda adentro. Sentí el cosquilleo de su pubis contra mi piel, justo en el momento en que su lengua llegaba hasta mi oreja y sus manos se aferraban a mis caderas. Por unas décimas de segundo, pensé que aquello podría terminar de manera romántica... Pero entonces se retiró de mí y me volvió a penetrar repetidamente con brutalidad. Se me erizó todo el cuerpo. Los pezoncitos me dolían de tan apretados. Volvieron las cochinadas susurradas al oído y mi verga se golpeba contra el borde el escritorio. Me estaba propinando la cogida de mi vida y yo no alcanzaba a comprender tanto placer.
Apenas fui consciente de que estaban las luces encendidas y de que cualquiera que pasase por la vereda habría podido ver nuestros torsos, uno detrás de otro sacudiéndose por encima del mueble. Imposible no darse cuenta de lo que estábamos haciendo. O mejor dicho: de lo que él me estaba haciendo con tanto empeño y yo me dejaba hacer con plena satisfacción. La culeada fue tan espectacular que fue necesaria su mano en mi boca para ahogar mis gemidos.
Luego hice cuentas y calculo que no pudieron pasar más de veinte minutos desde el momento en que iniciamos la "charla" hasta que él acabó estrepitosamente dentro de mí por segunda vez. Apenas unos instantes después de que yo hiciera lo mismo sobre el teclado.
Si hubiera sido por mí, habría podido quedarme allí con la poronga en el trasero hasta que se me vencieran las piernas. Pero (repito) "todo concluye al fin".
El chabón se dejó caer sobre la butaca y yo permanecí de pie, sin poder moverme, con el culo dilatado y las piernas tiritando. Me costó regresar a la realidad. Transcurridos unos minutos, él me dio un par de nalgadas y me comentó con fatiga:
― Estuvo bueno ¿eh?
Yo apenas asentí con la cabeza. De pronto, él empezó a reírse.
― ¡Tenés el orto tan abierto que se te escapa la leche!!!!!
¡Y tenía razón! Podía sentir el líquido deslizándose por mi pierna.
― Bueno ―dijo al fin― el trato es el siguiente: venite cuando quieras, yo te habilito una máquina y después me pagás con un polvo. ¿Te va?
Otra vez le respondí calladamente con la cabeza y una sonrisita tímida.
― Pero si te quedaste con ganas. Esperá una hora más, cierro el local y te sigo dando.
― Sos mejor que mi novia: la chupás como nadie, entregás el orto y encima no hablás. ¡Más no se puede pedir!
your blog is a gift!
ResponderBorrar¡tu blog es un regalo !
Gracias!!!!!
BorrarPrecioso !!! Ya echaba de menos un buen relato !!! Nunca seme olvidara el momento ara ya 10 añazos que sin saber como ni porque, fuy a dar con una de tus joyitas narrativas, y desde ese mismo instante, ya no no pude pasar sin los buenos ratos proporcionados en este blog.
ResponderBorrarBesitossss !!!
Éramos tan jóvenes... jajajajajajaja
BorrarMe encanta como narras, y lo mucho que me calientas ;)
ResponderBorrarMuchas gracias.
Un abrazo.
Ufff, recuerdo todavía cuando leí esta historia por primera vez hace varios años... buenísima.
ResponderBorrarTorrido relato amigo !!! Un placer recordarlo. Lo he disfrutado como el primer dia jejeje.
ResponderBorrarBesitossss !!!!
Sigues poniendome a tope con tus historias. Gracias por la recarga.
ResponderBorrarBesos y abrazos