Todo es culpa de los que se preguntaban cómo fue que terminé entregando el culo por plata. Sí, porque cuando uno sale a la calle a ofrecerse siendo tan pendejito, casi todos los clientes (por no decir TODOS) lo que quieren es que les entregues el culo.
En mi caso al menos, también sucedió que, durante un buen tiempo, ni se me pasó por la cabeza la idea de ser el activo. Desde que se me habían despertado las hormonas, mi devoción apuntaba hacia las vergas y a ellas les dedicaba toda mi atención. Por fortuna, con Marquitos me había ido todo de maravillas y con el encargado del ciber mucho más aun. Tal vez otra habría sido mi historia si Marcos no hubiera tenido ese espíritu de taladro y se me hubiera dado vuelta... Cosas que se me ocurren y que ya no podré dilucidar.
En todo caso, no es nada de lo que me arrepienta. Marcos fue el primer acercamiento. El encargado del ciber fue el primer entrenador.
Tiendo a creer que aquella tarde del 6 de enero de 2002, cuando lo conocí, el destino acomodó todas sus fichas para que yo iniciara un aprendizaje. En ese momento odiaba a chico_drag85, pero ahora (con el diario del lunes) debería agradecerle aquel plantón.
El encargado del ciber se llamaba Benjamín. Eso lo supe después de haberle comido la pija varias veces. Por ese entonces tendría unos veinticinco años pero para mí (un pendejito que todavía no cumplía los dieciséis) era poco menos que un viejo... Bueno... tal vez decir "viejo" sea exagerado. Pero digamos que para mí era un tipo "grande". No era feo pero tampoco uno de esos chongos que uno se da vuelta a mirar cuando lo cruza por la calle. Su gran atractivo, claro está, se hallaba por debajo de la cintura.
Su propuesta había sido directa y clara: conexión libre a cambio de sexo.
Confieso que el tipo me intimidaba. Era taimado y manipulador. Eso lo había notado desde el inicio. Pero por alguna razón, que va más allá de mi desbordada calentura adolescente, ejercía una muy fuerte atracción sobre mí. Tenía un magnetismo que me subyugaba. Ya sé que estarán pensando que el imán era la tremenda poronga que le colgaba entre las piernas, pero era más que eso. La poronga me gustó desde que la vi por primera vez (¡y ni hablar cuando me la metió!), pero su estilo de dar órdenes antes que pedir, de decidir por mí y no consultar, de tomar sin permiso... Jamás había conocido a alguien así y quizá me despertó un gusto por la sumisión que yo desconocía y que, a la vez que me inquietaba, no me disgustaba. En todo caso fue algo temporal. Una actitud extraña en mí que ya nunca volvió a repetirse.
Después de cogerme desvergonzadamente en el mismo local donde trabajaba, habiendo otro cliente a pocos metros de nosotros y con el peligro de que cualquiera entrara y pudiera vernos, después de esa locura indiscutible, me propuso esperar hasta las veintidós, la hora de cierre, para seguir la fiesta. Con la sacudida que ya me había dado, yo debería haber quedado más que satisfecho, pero más bien había sucedido todo lo contrario: quería más.
Él estaba en su gabinete y desde allí me enviaba mensajes por la intranet. Todas guarradas acerca de lo que me iba a hacer cuando se fueran todos los clientes y nos quedáramos solos. Era del tipo de chongos que retroalimentan su calentura por medio del lenguaje vulgar y carcelario. ¡Y a mí también me calentaba con esas estupideces! ¡Claro que sabía que no me iba a dejar el culo hecho tiras! ¡Por supuesto que no era posible que me llenara de leche hasta que me saliera por las orejas! Pero a los quince años las palabras tienen otra recepción y esa manera de expresarse representaba para mí (tan educadito y clasemediero como era) un modo de arrojarme a la ciénaga de la rebeldía. Y si había algo de lo cual Benjamín podía dar cátedra, era sobre el arte de cagarse en todas las normas.
Eran casi las nueve de la noche. Hacía apenas dos horas que había llegado y ya tenía el culo ardido a pijazos. Y si me quedaba una hora más, iba a recibir más atenciones.
― Esperá una hora más, cierro el local y te sigo dando. ―me había dicho.
El corazón me latía a mil. Imposible describir esa mezcla de angustia, esperanza, desesperación, miedo y ansiedad que empujaba a mi voluntad hacia lo que bien sabía que no debía hacer. ¡Pero qué más daba! En términos de doña Elena, ya había pecado y mi alma ya estaba condenada al infierno. Y lo cierto era que me había gustado tanto pecar que solo deseaba repetir. ¿Era un error? Todo indicaba que sí. Pero nunca como en estos casos toma consistencia el viejo refrán: La carne es débil. Quedarme y seguir cogiendo con aquel tipo que ni siquiera conocía era una imprudencia soberana. Pero no me fui.
Traté de pasar el tiempo navegando por mis páginas porno preferidas. La página de aquella época que más recuerdo era una que se llamaba "CHICO LINDO", una página española atiborrada de fotos porno de los chicos Bello Amigo (los del momento y los del pasado). No era tan sencillo por esos tiempos hallar páginas donde hubiera videos (o al menos yo no las conocía) y las fotografías eran el sumum de la excitación. Ver a Lukas Ridgeston y a Ion Davidov dando y recibiendo era como tocar el cielo con las manos. Esos cuerpos, esos rostros, esas vergas y culos, esas historias tan inverosímiles pero también tan ardientes me posicionaban en un mundo quimérico al que debía buscar acceso, de una forma u otra. ¡Obvio que nunca lo materialicé en un pensamiento concreto! Sin embargo, yo sentía la necesidad de estar allí, disfrutando del sexo sin condiciones. Era tan solo un crío. Ya llegarían los días en que tomaría conciencia de que coger no es solo cosa de goce. Pero para eso todavía faltaba recorrer mucho camino y mi carrera recién estaba comenzando.
Como ya sabemos, en circunstancias tales, el tiempo vuela y, cuando quise darme cuenta, oí un chasquido seco justo en el instante en que se apagaban las luces del local. Sorprendido, distraje la vista de la pantalla y vi que el encargado del ciber se acercaba por el pasillo con su sempiterna sonrisa ganadora y la verga ya dura emergiendo de la bragueta.
― Estabas tan concentrado en las chotas que ni te diste cuenta de la hora... ―susurró mientras me acariciaba la nuca con su propia pija.
Era una masa de carne sólida y tersa que me rozaba la piel como una pluma. De repente y para mi sorpresa (sorpresa ahora que lo recuerdo, no en ese momento en que en mi mente no había espacio para reflexiones), habían desaparecido todas las suspicacias y el universo se reducía al pequeño espacio que rodeaba a mi corazón descontrolado. Mi piel erizada y esa verga cálida eran las únicas dos cosas de las que tenía conciencia. Esa verga que tanto podía deslizarse por mi cuello como golpear suavemente mis mejillas o humedecer mis labios con sus jugos prematuros. Abrí la boca para tragarla pero él rompió la magia, me tomó del pelo con violencia e inmovilizó mi cabeza.
― No tan rápido, putita. Ahora nadie nos corre y vos vas a aprender a esperar.
La verga estaba tan cerca de mi boca que en mis labios podía sentir el calor de su glande. Todavía recuerdo su olor ácido con nitidez. Un movimiento involuntario hizo que me rozara la nariz y ese aroma quedó allí, impregnando mi cerebro para siempre.
Con su falo duro recorrió todo mi rostro, esparciendo su jugo por mi frente, por mis párpados... y se paseó por mi garganta como si fuera una daga.
― Se te puso dura, putita. Te morís por comerla.
Era cierto. No me había tocado la entrepierna pero no hacía falta que lo hiciera para sentir que la verga luchaba contra la tela de la bermuda, ansiosa por salir. Instintivamente quise masajearla pero él detuvo mi mano.
― Te dije que tenés que aprender a esperar... Quedate bien quietito y apretá los labios. Los quiero bien cerrados...
Entonces volvió su verga a mi cara y también sus bolas, restregándose una y otra vez, como si fuera un animal marcando territorio. Por un instante pensé, incluso, que iba a mearme y me dio pánico de que lo hiciera, aunque no estoy seguro de que me hubiera resistido. Tal era el grado de sumisión al que me había relegado. Yo hice caso y apreté bien los labios. Él tenía los huevos apelmazados por la excitación. Huevos peludos igual que su pubis. Como buen macho. La depilación era cosa de putos.
Cuando se cansó de refregarme la entrepierna por el rostro, dio un paso atrás y, mientras se bajaba los pantalones, me ordenó que me pusiera de pie:
― Quitate la ropa como una putita. Quiero verte desnudo.
Obedecí de la mejor manera que pude. Pero él no estuvo satisfecho.
― ¡Cómo una puta dije! Lento... lento... Meneame el culito...
Nunca fui bueno para esas cosas y en esa primera vez mucho menos. Sin embargo, allí, en el rincón más hondo del local, iluminado tan solo por la luz de la computadora que seguía encendida y los reflejos que llegaban desde la calle, la torpeza de mis movimientos parece haber pasado desapercibida. Al quitarse los jeans y la camisa, el cuerpo de Benjamín también quedo expuesto ante mis ojos por primera vez. Tan solo llevaba un slip blanco arrollado por debajo de la entrepierna, donde la pija dura parecía tener luz propia y se sacudía suavemente, como un latido, como si me estuviera saludando.
Cuando ya estuve desnudo, me sentí estúpido e incómodo. Él se quedó mirándome sin expresión y en silencio. Tal vez fueron segundos pero yo los viví como una eternidad.
― Date vuelta.
Me di vuelta.
― Abrite las cachas.
Con mis manos, me abrí las nalgas.
― Girá la cabeza y mirame.
Lo hice.
Él ensayó una mueca parecida a una sonrisa y luego me metió dos dedos en la boca. Eran dedos gruesos pero suaves. Típico de los chabones que no acostumbran usar herramientas pesadas. Eran dedos meticulosos que exploraban mi boca con sobrada experiencia. La extraña sonrisa volvió a asomar cuando los dedos entraron tan a fondo que me provocaron una arcada al chocar la campanilla. Justo en ese momento resonó un chirlo en mi nalga derecha. Estaba todo sincronizado. Otro empujón a mi úvula y otra nalgada, esta vez del lado izquierdo. Yo, inmóvil pero babeando. La manota dentro de mi boca no me permitía retener la saliva. Involuntariamente y por reflejo, solo atinaba a chuparle los dedos invasores. Él sonreía de manera imprecisa. Sonrisa no es el término correcto para aquella mueca, pero no hallo otro modo de llamarla. Era goce sin duda, aunque no un goce inocente. Había perversión en aquella expresión y tuve miedo por lo que pudiera estar pergeñando. Luego llegaron la tercera, la cuarta y la quinta nalgada y, con cada una de ellas, la correspondiente arcada de mi parte.
La mano que tenía en mi boca chorreaba saliva. No es chiste. Y cuando él creyó que ya era suficiente, la retiró de entre mis labios y la llevó directamente a mi raja. Me embadurnó prolijamente el culo con mi propia baba y yo me preparé para una nueva cogida.
Pero no era esa su intención. No todavía. Yo tenía que aprender a esperar.
Me pasó la mano babeada entre las nalgas y, sin previo aviso, enfiló un dedo hacia dentro. Solté un pequeño gritito (muy maricón), más por la sorpresa que por el dolor.
― Vamos a ver si te lavaste bien el culito hoy.
Ya debería haberlo sabido. Había estado ahí dentro un rato antes.
Primero fue un dedo y después fueron dos. Y se movían de un modo incomprensible. No puedo aclarar cómo, pero sin duda me gustaba. Mi pija seguía dura y él persistía en su negación de que me tocara. Eso de esperar era bien tortuoso. Los dedos me penetraban con violencia y mi gritito marica del inicio se había transformado en una retahíla de gemidos libremente sonoros. Él gozaba con eso e incentivaba el ritmo. Mi piel se erizaba y tuve que inclinarme hacia delante para no perder el equilibrio. El exceso de adrenalina me estaba mareando y tuve que apoyarme con las manos en la pared. Él se rió y me siguió dando fuerte con los dedos.
A diez o quince metros de nosotros, la calle seguía con su ritmo habitual y varias personas pasaban por la vereda sin reparar en lo que estaba sucediendo en el interior del local. Con solo mirar hacia dentro habrían podido vernos y ese era un ingrediente que al encargado del ciber lo ponía más cachondo.
Así fue que me ordenó que me sentara sobre el escritorio. No había mucho espacio y no tuve más remedio que recostarme contra la pantalla del monitor. Obviamente, era uno de esos monitores antiguos, los de tubo, aparatoso y pesado. Yo no estaba seguro de lo que él pretendía pero obedecí sin chistar. Al obstruir parte de la luz de la pantalla, el lugar se oscureció casi por completo. Él se acomodó entre mis piernas y apoyó su miembro en mis nalgas. También levantó mis piernas y las apoyó sobre sus hombros. Entonces pensé "ahora sí"... pero no. Tendría que seguir esperando. La posición en la que me había colocado era muy incómoda: plegado y apoyado sobre mis nalguitas en una superficie por demás estrecha. Como no había recibido instrucciones al respecto, con un poco de miedo me afirmé también con mis manos a los costados, pero luego fue él quien las colocó alrededor de su cuello. "¡Qué romántico!" pensé. Pero tampoco. Es cierto que él también me abrazó y me elevó un tanto para poder fregar la verga por debajo de mi culo. Y es cierto que en esa posición me comió la boca con una voracidad que yo desconocía hasta el momento. Todo eso es cierto. Sin embargo, su actitud estaba en las antípodas de lo que pudiera ser el romanticismo. Aunque apasionados, sus besos eran brutales. Me mordía los labios como si pretendiera hacerme sangrar. Su lengua era una lanza que no dejó sitio en mi interior sin recorrer. Sus manos se esparcían por todo mi cuerpo como si fuera un pulpo... Y esa pulsión por morder que, más tarde, me obligaría a eludir explicaciones al enfrentarme con mi vieja.
Aun así, era lo más cercano al paraíso que había conocido hasta el momento. Si alguien me hubiera ofrecido un millón de dólares por alejarme en aquel preciso instante, lo habría mandado a pasear.
Hacía calor pero no me daba cuenta. Él pasaba, una y otra vez, su lengua sobre el pastiche de sudores como si tal cosa. Esa misma lengua lo llevaba hasta mi boca y yo, deseoso. Alguien me diría alguna vez que el sexo es sucio y así empezaba a descubrirlo. Aunque aquello no sería lo más sucio que probaría en los años futuros, je.
El calor era intenso, sí, pero ya nada importaba. Todas mis barreras se habían desmoronado. Ya no oía los pasos de la gente que caminaba por la vereda ni el ruido de los autos. Me daba lo mismo si el filo del monitor me partía la espalda o si se me acalambraban las piernas en aquella postura tan antinatural. Las admoniciones de doña Elena ya hacía rato que no resonaban en mi cabeza. Los dedos de Benjamín tenían un gran poder. Volvían a mi boca en busca de lubricante y pasaban otra vez hacia mi culo, donde yo los recibía con renovada ansiedad. A veces pienso que, a pesar de mis tectónicas discusiones con mi madre, puede que Dios exista en realidad y que, aquella noche, haya movido sus hilos para que yo no estuviera allí con un depravado asesino. Porque en mi estado de descontrol le habría entregado la yugular al filo de su navaja. Dios debe haber querido, sí, que aquel tipo fuera un degenerado pero no un homicida.
Y entonces sí llegó el momento.
Mi ano ya se había acostumbrado a la irrupción de los dedos cuando, sin solución de continuidad, los dedos fueron reemplazados por la pija. La suplantación fue tan rápida que solo me di cuenta cuando sentí el cosquilleo de su vello púbico contra mi perineo y el intenso dolor que siguió a la primera embestida. Mis ojos se desorbitaron, mientras los suyos quedaron firmemente cerrados, disfrutando en la intimidad el cálido placer que les llegaba desde mis entrañas. De haber estado preparado, no me habría dolido tanto. Mi boca se abrió para emitir un grito, pero él sí estaba preparado y tuvo tiempo de ahogarlo con una mano. Por fortuna, la verga entró y se quedó allí, quieta, esperando a que mi ano se acomodara a la nueva circunstancia. Cuando sintió que mi esfínter se relajaba, reinició la labor.
La posición seguía siendo incómoda, pero cabe reconocer que, con la pija en el culo, el detalle de la comodidad perdía sustento. Sobre todo cuando me aferró fuertemente por la cintura y me levantó en vilo, quedando yo clavado en su vergota como si fuera el asta de una bandera. Yo era todavía un pequeñuelo algo esmirriado, pero tampoco era una pluma. Sin embargo, él me alzaba y me bajaba a lo largo de su pija con una facilidad asombrosa y, como ya no tenía manos libres para sofocar mis gemidos, todo el local se convirtió en una caja de resonancia para mis placeres. Fue un milagro que en todo ese rato no pasara por la calle nadie que pudiera descubrirnos. O al menos eso supuse.
Queda claro que Benjamín tenía un excelente estado físico y lo ponía todo al servicio del disfrute, si bien era de esperar que en algún momento las energías le empezaran a flaquear. Así pues, después de un buen garche acrobático y al borde de sus fuerzas, volvió a depositarme sobre el escritorio. Pero el plan no era detenerse. Muy por el contrario, me ordenó ponerme de pie y apoyarme de manos sobre el escritorio contiguo. Dándole la espalda, por supuesto, para que él pudiera seguir cogiéndome más relajado.
La verga volvió a entrar con ímpetu. Pero esta vez yo estaba prevenido y sentí el goce de cada milímetro. La mía me dolía de tan dura y ya no encontré reparos para sacudirla. Tenía los huevos comprimidos, uno a cada lado de la pija, y el continuo bombeo de Benjamín parecía empujar mi leche hacia delante. A pesar de mi inexperiencia, me las ingenié bastante bien para no eyacular antes de tiempo, regulando el ritmo de mi propia paja. En ese interín sí pude ver gente en la vereda, caminando y sin mirar para adentro. Solo una señora mayor se detuvo ante la puerta del local y luego regresó sobre sus pasos como si hubiera olvidado algo. Fugazmente, tuve el morbo de que efectivamente me mirara a través de la vidriera y me viera por sobre las hileras de cubículos al resplandor de la pantalla que seguía encendida. Detrás de mí, la silueta de Benjamín hubiera sido una inequívoca demostración de lo que estábamos haciendo. La mera idea me excitó mucho más aún y, a partir de allí, la fantasía me persiguió durante meses.
Si bien no fue una distracción, el flujo de mi imaginación de adolescente me hizo perder el control de la tarea que llevaba adelante entre mis piernas y, abruptamente, toda la leche acumulada en mis testículos se escapó como un torrente. Ahogué el quejido en mi garganta y fruncí el esfínter de modo involuntario, lo cual imprimió un estímulo adicional a la verga que me atacaba por detrás. Benjamín empezó entonces a gruñir a mis espaldas e incrementó el ritmo de sus empujes, logrando que mi carne vibrara en función de su energía.
Sentí su descarga en mi interior, caliente y viscosa, y los mismos dedos que me robaran la saliva se incrustaron en mis caderas, como un intento de mantener el vínculo con ese mero recipiente de leche en el que yo me había convertido.
Luego hubo abrazo. Y más mordiscos. También algo parecido a un beso en el cuello... un acto reflejo sin vínculo con el afecto.
Se echó hacia atrás con un sonoro bufido y, tal como había sucedido la vez anterior, el semen se me escurrió piernas abajo. Quise reír pero no me daban las fuerzas. Aquella situación excedía grandemente a todo lo que yo hubiera podido fantasear y todavía no terminaba de asimilar lo sucedido. En todo caso, más allá de los detalles, hoy recuerdo aquella noche e indubitablemente la asocio con la felicidad.
― Ya va a ser la medianoche... ―dijo de ponto Benjamín― Vestite que te llevo a tu casa en la camioneta.
Francamente sorprendido, me negué. Aunque no con suficiente énfasis. Estaba a unas veinte cuadras de casa (nada del otro mundo) y podía recorrerlas a pie, por más que el ejercicio reciente me hubiera dejado devastado.
La respuesta de Benjamín fue fulminante y lo pintaba tal como era:
― No te lo estaba preguntando.
Ni siquiera me animé a pedir permiso para pasar al baño e higienizarme mínimamente. Estaba todo pegajoso y sudado. No puedo ni imaginar el olor que emanaría de mi persona.
La camioneta era una Volkswagen Caddy que usaba para trasladar los equipos que reparaba. Lo guié hasta Tolosa, pero tuve el tino de no ser preciso con la dirección. Para que los vecinos no me vieran descender de un vehículo extraño, le pedí que me dejara en una esquina. Pero no era la esquina de mi casa. Yo vivía en realidad en la cuadra siguiente y mi plan era bajar de la camioneta, caminar hasta la mitad de cuadra, donde yo sabía que había un zaguán, entrar allí como si fuera mi hogar y esperar, escondido, hasta escuchar que el vehículo se alejaba. Luego caminaría la cuadra restante. Un plan infantil, pero efectivo.
― La pasamos bien, ¿no?
La pregunta tenía un tono amigable e iba acompañada de una mano en mi muslo. Mi respuesta fue una sonrisa franca y ya me disponía a bajar cuando él me retuvo con un abrazo y un beso en la boca que derivaron en un nuevo manoseo.
― Me calentás demasiado, putita.
Y así la calentura delirante que nos dominaba reinició su ciclo. En un santiamén ya tenía una vez más la pija en la boca y los dedos en el culo. El espacio era reducido e inadecuado pero las ganas podían más. ¡Ganas incomprensibles en todo caso! Otra locura después de los dos polvazos que me había prodigado en las últimas horas. Pero allí estábamos, nuevamente en celo, buscando el mejor modo de que yo me montara sobre su verga.
De todas maneras, el polvo de la despedida suele ser rapidito. Él me bombeó con fuerza desde el inicio y no se cuidó de acabar ni bien la naturaleza le planteó sus urgencias.
Cuando finalmente nos despedimos, puse en marcha mi plan de embuste. El último esfuerzo había sido demasiado y tenía la sensación de que me dolían hasta las pestañas. Las piernas me temblaban a cada paso y el culo... bueh... ¿para qué redundar en obviedades?
Tal cual lo había planeado, entré en el zaguán y allí esperé a que la Volkswagen arrancara y se alejara. Minutos después, retomé mi marcha con paso inseguro. Frente a la puerta de mi casa, busqué la llave en el bolsillo trasero de la bermuda y no la hallé. ¡Súbito temor! Con tanto traqueteo podría haberla perdido en cualquier sitio. Por suerte, la paranoia no tenía sentido: la llave estaba bien resguardada en el bolsillo pequeño de las monedas, en el frente de la prenda. Entré a la casa con otro temor. Uno que había logrado soslayar para gozar el momento, pero estaba a punto de enfrentarme a las consecuencias.
Mi vieja apareció en la sala de sopetón. Me había estado esperando a oscuras en la cocina, como lo hubiera hecho cualquier vieja taimada (punto para ella, jaja). Encendió la luz y me fulminó con la mirada antes de espetarme:
― ¿Tenés idea de la hora que es?
Y sin esperar mi respuesta me lanzó la esperable andanada de cuestionamientos. Lo típico: ¿dónde había estado? ¿con quién? ¿por qué? ¿cuánto? ¿cómo?
No tengo referencias del accionar de otras madres, pero imagino que el repertorio habrá de ser siempre el mismo. Hoy comprendo que era una reacción justificada en un contexto familiar convencional, pero la rebeldía adolescente no baja sus banderas por tales nimiedades y, con total insolencia de mi parte, le retruqué con una firmeza en la voz que todavía hoy me sorprende:
― No te angusties, mamá. Estoy muy bien. Pude haber muerto pero ya pasó todo.
Ante su estupor, giré sobre mis talones y subí raudamente a mi habitación, donde me encerré a cal y canto y me negué a hacer más declaraciones. Tras sus primeros titubeos, me siguió escaleras arriba, preguntando pero seriamente confundida.
― ¡Vení para acá! ¡No me dejes hablando sola!
Y con mucha menos convicción:
― ¿Quién...? ¿Cómo te hiciste esas marcas en el cuello?
La primera batalla de aquella guerra estaba ganada. Ella siguió berreando detrás de la puerta. Yo me dejé caer sobre la cama y, francamente, dejé de escucharla al poco rato, cuando me rendí a los efectos del cansancio. Desperté en la madrugada hecho un trapo y, como pude, me metí a hurtadillas en el baño, sin que ella me escuchara. Necesitaba una ducha casi, casi tanto como al aire que respiraba.
Continuará...
Unos inicios muy rudos, aunque placenteros. Me encantan tus historias.
ResponderBorrarUn abrazo.
Gracias, Peace. Fueron rudos de verdad (y eso que desde que empecé con los relatos me dispuse contar solo las partes agradables), pero a la distancia uno toma perspectiva y ve que valió la pena. Abrazo.
BorrarMe encantan tus historias y como escribis. Espero con ansias la proxima parte
ResponderBorrarme encantan tus historias. Serias buen escritor ja. Espero con ansias la próxima parte
ResponderBorrarGracias. No prometo nada, pero puede que muy pronto esté disponible lo que sigue jeje
Borrar¡hermosa historia!
ResponderBorrar¡Felicidades!
Gracias, Xersex. Me alegra que te haya gustado. Habrá más.
ResponderBorrarBufffff.... Que sexo tan brutal, para ser solo un adolescente... Yo no hubiera podido !!! No se porque, pero en mi caso, cuando alguna pareja sexual se a puesto conmigo en plan dominante barriobajero en plan Benjamin, ami automaticamente como por instinto, me aflora una mala hostia, y un mal caracter de mil demonios, y no soy capaz de abandonarme a la pasión ni al momento. Me gustan las cerdadas como al que más, pero con un respeto y orden....
ResponderBorrarPor cierto, me acabo de dar cuenta !!! Os habeis fijado en el detallito de fondo en la foto numero 10??? jajajaja.
Besitossss !!!!
Una esvásticaaaaa!!!!!!! Realmente no la había visto. Se ve que me deslumbró la presencia del muchachito jajajajaja. A mí y a Fede, que fue el que eligió las fotos. Muy buen ojo el tuyo!!!!
BorrarEn cuanto a tu otro comentario, yo he tenido etapas. En esos años iniciales estaba abierto a todo (y el término incluye todas las acepciones). Pero fue corto el periodo. Muy pronto me empecé a poner más exigente. Más que nada como una necesidad de ponerles límites a los clientes y no convertirme en lo que veía en varios de mis compañeros, que a las claras estaban estropeados física y mentalmente. Tuve suerte y tuve la opción de decirles no a los abusos, a las drogas y a los excesos más extremos. No todos pueden decir lo mismo y casi ninguno de los que se mueven en ese medio pueden elegir.