Hoy, la continuación del relato Contra la pared, que estaba olvidado hasta por su autor (quien suscribe) y fue rescatado gracias al comentario de un bananero. Con este relato queda recompuesto el orden cronológico respecto de otra historia que, por error, fue publicada con anterioridad (un lío del cual me hago responsable, juas). Pasen, lean y tóquense.
Al final, eso de que Marcos entregara el culo tuvo que esperar.
Recapitulemos: estábamos en la tarde del 23 de diciembre de 2001, vísperas de la Nochebuena, Marcos y yo cogiendo como conejos mientras el país se incendiaba a cacerolazos y mi vieja pasaba la noche en casa de una amiga. Al saber que teníamos la casa a disposición por tiempo indeterminado, él llamó a su casa para ponerlos en aviso de que pasaría la noche conmigo. Aunque justo es remarcar que la negociación con sus padres no fue sencilla.
― ¡Dale, ma! ―insistió Marcos― La madre de Ezequiel tuvo un problema en Capital y no puede volver hasta mañana. ¡No lo puedo dejar solo!
Yo estaba abrazado a él, con la oreja también pegada al auricular, y podía escuchar la voz de la madre protestando:
― ¡Los vamos a buscar en el auto y se vienen los dos para acá! ―¡maldita madre que tenía una solución para todo!
― ¡Pero, ma! ¡La madre le dijo que no se moviera de su casa! ―¡anotación para Marcos!
― Ya sabés que no nos gusta que vos y tu hermano pasen la noche en casa ajena… Además, mañana nos vamos temprano a la quinta de los abuelos para pasar la Navidad…
― ¡Dale, ma! ―insistió Marcos― ¡Es solo por esta vez!
Se produjo un eterno silencio al otro lado de la línea. Imagino que ambos padres estarían deliberando en voz baja. Marcos estaba tan ansioso que me apretujó una nalga con desesperación y yo hubiera gritado si, justo en ese momento, su madre no hubiera regresado del mutismo para dar finalmente su permiso.
― Le debés un gran favor a tu padre. Podés quedarte. Pero dame el número de teléfono de esa casa y mañana te quiero acá antes del mediodía. ¡No me hagas tener que ir a buscarte!
Cuando colgó el teléfono, dio un grande y exagerado suspiro y se dejó caer sobre la silla del escritorio.
― ¡Bruto! ¡Me hiciste doler otra vez! ―le reproché, mitad en broma y mitad en serio― ¡Y esta vez sin darme gusto!
Él me atrajo hacia sí y me sentó sobre sus piernas para sobarme suavemente el glúteo agredido.
― Sana, sana, culito de rana…
Y luego de besarme y manosearme hasta que se me olvidó el incidente, me hizo una promesa que cumpliría del modo menos deseado:
― Juro que nunca más te voy a hacer doler.
Luego bajamos a la sala y vimos una película mientras nos toqueteábamos. Con la certeza de que la noche era nuestra, nos dimos tiempo para recargar calentura entre besuqueos y jueguitos sensuales que deambulaban en los límites de la excitación y la diversión.
Cuando el hambre volvió a urgirnos, buscamos en la alacena algo comestible que no fueran bananas, juas. Obvio que había de todo, fideos, arroz, conservas… En la heladera había tomates, lechuga, acelga… ¡El inconveniente era que todo estaba crudo! Y ninguno de los dos tenía idea de los principios básicos del arte de cocinar. No sé si él, pero con el tiempo yo me convertiría en un experto cocinero y, hoy en día, la culinaria (¡vaya, por dios, que eso también suena a culo!) es la segunda de mis habilidades más apreciadas por maridos y amigos, juas.
Los fideos que hervimos salieron pegoteados y Marcos intentó emular una de las especialidades de su madre, quien a las claras no era Choly Berreteaga, puesto que se trataba tan solo de fideos con manteca y queso. Los comimos con gusto, de todos modos. Doña Elena solía decir que para el hambre no hay pan duro y la verdad que no dejamos rastros de la pasta.
Después de la improvisada cena, volvimos a mi cuarto y a la cama. Marcos puso música (Madonna, por supuesto) y me preguntó si quería seguir cogiendo. Como única respuesta, me tendí entre sus piernas y le empecé a lamer los huevos. El solo contacto de la lengua produjo que su escroto se apiñara con un suave movimiento ascendente y la verga se inflara recostada sobre el vientre.
― Si hacés eso me dan ganas de entrarte… ―me dijo.
Como recordarán, desde la primera vez me había dolido horrores y había jurado que, en lo sucesivo, el pasivo sería Marcos. Pero, en este punto, debo hacerme eco nuevamente de los dichos de doña Elena y estar de acuerdo en que “el hombre propone y Dios dispone” (con todas las comillas que tal aseveración merece de mi parte). Y es que, llegado el momento de la verdad, Marquitos estuvo más cerrado que culo de muñeca.
― Me da miedo ―confesó con carita de bebé (¡semejante vergudo de huevos peludos!). Y no hubo caso: por más que lo estimulara con los dedos y la lengua (tal como lo indicaba la enciclopedia de mi padrino), en vez de relajarse fruncía más el ojete. A su pesar y el mío. Así que, como yo me moría de ganas por seguir cogiendo, rompí mi juramento y terminé por darme vuelta.
Paradójicamente, esta vez no estuvo tan mal. Lo mejor fue descubrir que, a mí, lo de la relajación me salía mucho mejor que a él y que sentir una pija en el orto era algo que me gustaba mucho más aun de lo que ya suponía. Además, tal vez gracias a que teníamos la casa para nosotros solos durante toda la noche, que no teníamos apuro y que Marcos me había estado lamiendo y besuqueando el hoyito después de haberme visto llorar, cuando volvió a penetrarme ya no dolió tanto. También es cierto que fue mucho más cuidadoso. No me la metió a lo bruto como las veces anteriores. Esta vez se ocupó de trabajar concienzudamente con su lengua (¡un maravilloso beso negro que casi me impulsó a decirle que lo amaba!, juas) y, en un principio, introdujo nada más que la puntita de su verga cabezona y solo siguió adelante cuando yo le di permiso. No me explico de dónde habrá sacado tanta saliva, pero cuando llegó hasta el fondo sentí que tenía las nalgas mojadas de tanta lubricación y la pija se deslizó como en un guante. Se quedó allí largos instantes, moviéndose apenas, disfrutando el calor de mis entrañas, susurrándome porquerías tiernas al oído y besuqueándome la nuca y los hombros.
Todavía dolía un poco, pero juro que nunca antes me había sentido tan a gusto. Mi cuerpo inmovilizado debajo del suyo, clavado en su falo y con las piernas amarradas entre las suyas, habría podido permanecer en esa quietud durante el resto de la noche. Pero claro que no se trataba solo de mis deseos y, al cabo de un rato, Marcos sintió la necesidad de poner un poco más de dinamismo al encuentro. Nada brutal, de todos modos. Insisto en que fue muy cuidadoso y se preocupó especialmente en saber cómo me sentía a cada instante. Tanto que, en un momento, me di vuelta, me acosté de espaldas, puse mis pies en sus hombros y le pedí que me besara y me la metiera a fondo. Era una manera sutil de lograr que se callara la boca, juas. Estuvimos así, cogiendo tranquilamente, cambiando de posiciones, comiéndonos a besos y caricias, durante más de una hora. En dos o tres oportunidades estuvo a punto de acabar pero logró salirse a tiempo, pero finalmente sucedió lo inevitable. Yo sentí la extrema rigidez de su falo al instante en que veía su rostro contraído en una mueca de placentero esfuerzo. Noté que quiso retirarse nuevamente pero mis manos se aferraron a sus nalgas y lo retuvieron dentro de mí. No es algo que me haya sucedido con frecuencia a lo largo de estos años, pero en ese momento sentí el calor de su leche invadiendo mi recto. Y al desplomarse su cuerpo sobre el mío, con pura intuición, me las arreglé para contonearme y lograr que su miembro no me abandonara. Así quedamos, nuevamente quietos, con los labios pegoteados de humedad y las lenguas confianzudas. Su verga fue perdiendo volumen hasta que pudo liberarse de la presión de mi esfínter, dejando un reguero de semen en su retirada. Pero para cuando eso aconteció, Marquitos ya había arriado la bandera de guerra y estaba profundamente dormido.
Fue algo curioso. Mucho. A pesar de la tremenda excitación que me había inundado hasta minutos antes, la necesidad de mi propia eyaculación se desvaneció como el humo. Aquella escena capturó por completo mi entendimiento y todo lo demás pasó a un segundo plano. Era la primera vez que tenía a un hombre (¿Hombre? ¿A los quince?) durmiendo en mi cama y, aun hoy, puedo recordar lo lindo que se sentía estirar la mano y acariciar esas nalgas y esa espalda, suavecitas y cálidas. Era agradable y me daba cierta sensación de seguridad. Seguridad en mí mismo. Había deseado aquello durante mucho tiempo, sin darme cuenta, y lo había conseguido. ¿Acaso significaba que podría lograr todo lo que me propusiera? El ver y sentir aquel cuerpo tan cercano me hacía sentir poderoso. Una especie de superhéroe adolescente (“Putimán” pensé y me sonreí en silencio). Algo dentro de mí había crecido (y no hablo solo del muñeco que dormía en mi entrepierna). Lo tocaba y me tocaba cuando yo también me rendí al llamado del agotamiento.
Cuando desperté ya era de día. El teléfono sonaba y un sol asesino se filtraba entre las rendijas de la persiana. El tiempo parecía ir más despacio, los sonidos tenían un eco sospechoso en la penumbra y las partículas de polvo flotaban en los rayos de luz como un ejército de pequeños insectos que hubieran perdido el rumbo.
Sin demasiada conciencia de lo que hacía, me incorporé, llegué hasta el escritorio, levanté el tubo y, desde el otro extremo de la línea, me llegó la voz chillona de mi madre. Qué espantosa manera de despertar.
Quería saber si estaba en casa, si había comido, si iba a comer... Me pedía que no saliera, que en las calles continuaban los disturbios, que ordenara mi habitación, que pusiera ropa a lavar... hasta que dejé de escuchar...
Ante mis ojos tenía el cuerpo desnudo de Marcos, todavía dormido como tronco, y nada podía ser más importante. Mientras mi vieja seguía con sus recomendaciones y se despedía con un reproche (quién sabe por qué causa), me empecé a masturbar y la pija me respondió sin dilaciones. Colgué el tubo sin quitarle los ojos de encima al culo de Marcos. Me acomodé entre sus piernas y le empecé a besar las nalgas, amasándolas con delicadeza. No pensaba en nada. Mi mente estaba libre de toda especulación. Mis labios y mi lengua intrusa trabajaban como si tuvieran experiencia. Recordé el gusto que me había dado que Marcos me hiciera lo mismo la noche anterior y me excité más todavía. Su piel tenía un gusto y un aroma indescriptibles, amén de la carga erótica que involucraba el contacto estrecho entre mi boca y su trasero.
Marcos comenzó a despertar lentamente. Primero un incomprensible ronroneo. Después un murmullo. Luego un remoloneo, traducido en una pierna que se estira, un leve movimiento de caderas y una mano que sugestivamente se acercaba a la entrepierna. Yo seguía con mi labor hasta que, como quien no quiere la cosa, mis besos y lamidas se encaminaron espaldas arriba, hasta llegar al cuello. No fue difícil extraerle gemidos y jadeos inéditos hasta el momento. Tal vez fuera porque todo mi cuerpo lo cubrió y lo protegió en la penumbra. O quizás porque mi verga dura se había instalado entre sus nalgas lubricadas, justo a las puertas del paraíso que me hubiera negado el día anterior. Y estando ante las puertas, no había más que entrar.
Lo penetré despacio, mordisqueándole el cuello y los hombros y sujetándole las manos con firmeza. Le dolió, sí, pero no me rechazó ni dijo nada. Su esfínter se apretó alrededor de mi falo y casi muero de gusto. Comencé a moverme al ritmo de sus quejidos (de placer más que de dolor), acariciándole las piernas con mis piernas, disfrutando el roce de sus vellos, el calor de su espalda contra mi pecho, el sudor de su nuca y, por supuesto, la esponjosa voracidad de su retaceado tesoro. Pero como suele suceder en estos casos, uno empieza con prudencia, hasta que las mismas urgencias de la naturaleza se hacen cargo de los hechos y todo empieza a tornarse más confuso e imperante. Comprendí entonces la razón por la cual mi culo había padecido tanto en los días precedentes y todo reproche que pudiera permanecer oculto en mi inconsciente se desvaneció para siempre. Por miedo a perder definitivamente el control, me detuve abruptamente y se la saqué justo a tiempo para evitar derramarme. Ni una sola palabra. Marcos tampoco dijo nada. Solo se limitó a levantar la cadera para poder masturbarse con mayor facilidad. La verga me latía como el corazón delator. La sola idea de un roce me ponía al borde del orgasmo. Entonces descubrí algo que me distrajo y, en otras circunstancias, me hubiera dado mucho asco: mierda.
Les habrá pasado a todos: tenía la pija cagada. No mucho, pero la mancha era notoria. Y el olor también. Pero lejos de acobardarme y superada la primera impresión (mala impresión), aquel descubrimiento incentivó mi morbo y, en un rapto de practicidad de mal gusto, me limpié la mierda con el borde de la sábana. Ignorante del hecho, Marcos empezó a menearse de adelante hacia atrás, reclamando mi atención, y yo me hundí en él una vez más. Entré y salí... entré y salí... entré y salí... Marcos gemía sin reparos y los testículos se me apiñaban como nueces. Mi entrepierna era un volcán a punto de erupción pero ya nada me importaba: solo quería cogerlo hasta no dar más. Instintivamente le agarré la verga y comprobé que él también estaba a punto de caramelo. La tenía durísima y mojada, hinchada de venas, arqueada hacia el vientre... ¡y lamenté no poder llevármela a la boca!
Un grito ahogado anunció el desborde de leche entre mis dedos. Lo clavé bien a fondo, una y otra vez, una y otra vez, hasta que por fin me vacié dentro de él, con el corazón desbocado y sin aliento. Fue sublime y atroz al mismo tiempo. El pecho me dolía y me faltaba el aire. Acababa de traspasar un límite: el límite de lo que creía posible hasta el momento. Y desde ese momento supe que ya no habría límites para el goce.
Me desplomé sobre su espalda y quedé inconsciente durante un largo rato.
― ¿Te sentís bien? ―preguntó finalmente Marcos, entre sonriente y desconcertado.
"Mejor que nunca" debió haber sido mi respuesta. Pero solo pude entrecerrar los ojos y mover la cabeza a modo de asentimiento. Él me aferró la mano y me dio un besito en los labios, con esa ternura que ya no cunde en la vida real.
Quedamos allí tendidos en silencio. Yo, vació de pensamientos. Él, feliz de haber vencido los temores y el pudor. Ya era el mediodía y la penumbra del cuarto agonizaba. Los estómagos se quejaron casi al unísono y otra vez fue Marcos el que rompió el silencio:
― ¿Nos comimos todas las bananas?
― Creo que queda una para cada uno... Las voy a buscar.
Bajando las escaleras, caí en la cuenta de que mi pija estaba sucia nuevamente. Pasé entonces por el baño y me lavé con esmero. Cuando regresé a la habitación con las bananas, Marcos había descubierto su “accidente” y estaba de pie, junto a la cama, con expresión de asco. En verdad, yo no había pensado en él, en cómo sería su reacción. Aunque, si lo hubiera hecho, jamás habría imaginado que reaccionaría como una nena histérica.
― ¡¿Cómo es que no me dijiste?! ―chilló.
Su voz grave de pronto se transformó en un quejido de mujer estreñida y no pude menos que reírme. Inútil fue tratar de explicarle que para mí había sido un incidente sin importancia. Que el placer que habíamos experimentado era mucho más importante que ese detalle minúsculo.
― ¡Minúsculo pero asqueroso! ―replicó, frunciendo la nariz y ventilando el aire con la mano.
Nada podría convencerlo que no había sido algo tan grave.
― Lo sucio se lava y el olfato se acostumbra hasta que uno deja de percibir el mal olor… ―de su mirada salieron rayos y centellas― Y además, me pudo pasar también a mí.
― ¡PERO NO TE PASÓ! Te hice el culo un montón de veces ¡Y NO ME CAGASTE LA CHOTA!
¿Qué se hace en esas situaciones? Él tenía toda la razón. Pero yo también. A mí no me había pasado pero bien habría podido suceder lo contrario. De hecho, más tarde recordaría que un par de días antes, en su casa, después de haber cogido, podía percibirse en la habitación un cierto tufillo a mierda (Felipe hijo también lo había notado). O sea que, aun cuando no se la hubiera embarrado, ¡tampoco era que mi culo fuera un sembradío de lilas! En los meses posteriores sí me sucedería eso de andar cagando vergas. ¡Y en más de una oportunidad! Hasta que comprendí los sacrificios que conlleva el rol pasivo y los modos de cuidarse de esos “inconvenientes”. Uno de los chongos afectados (un flaco de veintitantos que me cogía en la trastienda de su negocio) llegaría a decirme que: “No hay que preocuparse. El garche es tanto rico como sucio… Las conchas tampoco huelen a rosas” [concha=vagina].
De más está aclarar que las bananas pasaron al olvido y que yo me las terminaría comiendo horas después, rememorando lo bien que la habíamos pasado.
Los últimos manoseos fueron en el baño, mientras nos duchábamos juntos y yo trataba de hacerlo olvidar el mal momento. Intento inútil porque, por más que le eché mano, no pude lograr que se le volviera a parar.
Ya era hora de que Marcos regresara a su casa o su madre estallaría en furia. Además, la mía podría regresar de un momento a otro. En la puerta de mi casa, nos despedimos con un beso en la boca (sin demasiado entusiasmo de su parte) y, sin que yo hiciera alusión, prometió que me llamaría en dos días, cuando regresara de la casa de sus abuelos.
― El viernes me voy con la familia de vacaciones a Punta. ―acotó mientras se alejaba― Nos tenemos que ver antes de que me vaya.
Mi vieja regresó por la tarde, justo a tiempo para darse una ducha y salir de apuro para su reunión en el templo. Había traído comida para un batallón. Haciendo alarde de psicología barata, hoy imagino que, en el fondo de su alma mezquina, yacía cierta cuota de sentimiento de culpa al no poder ser la madre ejemplar que el culto le exigía. Como cada año, trató infructuosamente de arrastrarme con ella hacia ese encuentro de lunáticos que ella llamaba “hermanos”. Pero salvo una vez (una que preferiría olvidar) siempre me negué con éxito a ingresar en ese círculo. Desde la muerte de mi padrino hasta el año 2004, cuando me independizara completamente de la custodia legal de doña Elena, mis Nochebuenas y mis Años Nuevos fueron noches como cualquier otra… La única diferencia eran los fuegos artificiales. Sin embargo, aquella víspera de Navidad del 2001, tuvo el gusto delicioso de la piel de Marcos todavía fresca sobre mi propia piel.
En cierto modo, mi esperanza estaba centrada en el miércoles.
Pero el miércoles el teléfono no sonó. Sin embargo, lejos de desesperarme, la intuición me aconsejaba asumir la posibilidad de que Marcos no volviera a llamar como había prometido. Muy sabia, mi intuición.
Muy bueno. Este me ha gustado más que el anterior. Calentorro ala par que divertido. Hubiera pagado por ver la pataleta de tu amigo con lo de la caca, hay que ver lo que te ries con esas cosas, cuando le pasan al ajeno jajajaja.
ResponderBorrarBesitossss !!!!
Jajajajajaja. Yo sigo pensando lo mismo y, las veces que me pasó a mí también le reí jajajajaja.
BorrarEs la naturaleza, amigossssssss!!!!! jajajajajaja.
¡un sexo magnífico y dos chicos encantadores!
ResponderBorrarEso de aceptar o no el ensuciarse me ha causado más de un problema. Por un lado por el asco y por el otro porque la higiene previa imprescindible para evitar-lo corta mucho el rollo... En fin, que aunque es algo inevitable, es uno de los handicaps de este tipo de relaciones.
ResponderBorrarUn abrazo.
En realidad, no es inevitable. Pero es algo natural, es trabajoso y, por supuesto, que puede cortar el rollo. Quizá sea por eso mismo que se hable tan poco de eso. En el mundo del porno es prácticamente un tabú, comparable con el sexo (lésbico o heterosexual) con mujeres en período de menstruación jajajajajaja.
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