Publicado originalmente el martes 22 de
mayo de 2007
Llega hoy esta historia (cronológicamente hablando, continuación de Un poco de satisfacción), escrita en la primera etapa de BANANAS y recuperada gracias al comentario de Aaron, bananero de la primera hora con una memoria prodigiosa que recordaba un relato que incluso yo había olvidado. Estuve toda una noche revisando archivos viejos hasta que lo encontré (junto con otros que creía perdidos) y aquí lo comparto con todos ustedes. Pasen, lean y después me cuentan qué les pareció.
Ha pasado tanto desde entonces que me parece que fue hace siglos. Muchas veces me sorprendo pensando como un viejo que rememora su juventud con romántica melancolía (o con melancólico romanticismo, "que no es lo mismo pero es igual" diría Silvio Rodríguez). Es que a los veintiuno yo he vivido mucho más de lo que vive el común de los chicos de mi edad. Yo no se lo adjudico a mi profesión, tan esforzada y digna como cualquier otra que se ejerza honestamente (que quede claro), sino ante todo a una toma de conciencia de la realidad que me rodea, actitud cuya génesis podría residir en la falta de una clara guía paterna y materna. Porque, para mi fortuna, mis progenitores poco han aportado a mi formación moral y cívica. Juas. Insisto: para mi fortuna.
El domingo 23 de diciembre del año
Yo también me levanté temprano, pero solo porque con el trajín de los últimos días se me habían desacomodado los horarios de sueño. Esa semana había ido tórrida para mí, debido al encuentro con Marcos. Jueves y viernes de sexo inexperto y desenfrenado habían dejado serias secuelas en mi trasero, pero una inmensa satisfacción que podía verse reflejada en mi sonrisa. El sábado había dormido prácticamente todo el día, agotado a morir después de la última culeada.
El viernes, luego de salir de lo de Marcos, había llegado a casa casi al atardecer. Mi vieja no estaba y eso me llamó la atención porque no era día de culto. Sin embargo, no le di importancia al hecho y fui directo al baño para darme otra ducha reparadora. Después de tanta acción, la necesitaba con desesperación. Tenía el culo a la miseria y noté que el agua tibia me generaba cierto alivio. Para quienes se lo estén preguntando, yo soy de los que se duchan siempre con agua tibia, aun en los días más bochornosos del verano. Y en esa placidez del silencio apenas perturbado por el crepitar del agua, se me dio por pensar en el futuro que nos esperaba a Marcos y a mí. ¿Siempre tendríamos esos ímpetus para coger? ¿O llegaría el momento en que nos miraríamos y ya no sentiríamos nada de nada? ¿Cuánto podía durar una calentura? ¿Era solo calentura lo que nos unía? Mientras el agua se deslizaba por mi cuerpo desnudo y mis pensamientos se ahogaban en preguntas que (dada mi corta edad y mi aún más corta experiencia) todavía no tenían respuestas, la pija ensayaba una nueva erección. Pero francamente ya no quedaban energías para eso. Cuando salí de la ducha fui derecho a mi cama. Ni siquiera tuve cuidado de no mojar el piso a mi paso. Sabía que doña Elena iba a poner el grito en el cielo cuando viera las marcas húmedas de mis pisadas, pero en ese momento nada me importaba demasiado, más que encerrarme en mi cuarto y descansar.
Me desperté al día siguiente después del mediodía. Tenía borrosos recuerdos de haber abierto los ojos durante la noche, aunque no habría podido asegurar que no se tratase de un sueño. Permanecí en la cama durante largo, largo rato. El cuerpo me dolía horrorosamente. No solo el culo ni tan solo el pie, que todavía lucía su tajo de vidrio callejero. Todo mi cuerpo era una masa de dolores musculares y articulares, fruto sin dudas de los revolcones, las cabriolas y las demás contorsiones de las que habíamos abusado durante el sexo. A duras penas, pasadas quizás un par de horas, pude ponerme en posición vertical, calzarme un pantalón corto y salir de la habitación. Necesitaba ir al baño, primero, y a la cocina, después. Mi vejiga estaba al límite y, paradójicamente, tenía la boca pastosa de tanta sed. Bajé las escaleras con paso inseguro, sin darme cuenta del silencio que reinaba todavía en la casa. Entré al baño, me bajé el pantalón y me senté en el inodoro. Estaba tan cansado que no tenía ánimos ni para mear de pie, como lo instituyen las reglas no escritas del buen macho. Acodado sobre mis propias rodillas, el ruido de la orina cayendo al fondo de la taza me trajo reminiscencias de la ducha en casa de Marcos, el día anterior, cuando me cogía contra los azulejos. Y me habría enganchado con ese recuerdo cachondo de no haber descubierto en un rincón del baño, apoyadas contra el gabinete de las toallas, un par de varillas largas, de metro y medio de longitud, más o menos, envueltas con un trapo sucio en la parte superior. El trapo parecía tener letras pintadas pero así, enrollado alrededor de las varillas, era difícil saberlo.
Cuando mi vejiga se hubo vaciado por completo, me recosté contra la pared, todavía sentado en el inodoro, y me sacudí la verga para librarme de la última gota de orina, esa que siempre termina en los calzones. La miré y la vi así de flácida… y luego la recordé dura y urgida… y me dio gracia por el cambio radical que pueden tener las cosas a nuestro alrededor. Me puse pie y, sin perder tiempo en subirme el pantalón, abrí el agua del lavabo para higienizarme las manos y también la pija, como lo había hecho Felipe hijo el día anterior, mientras yo lo observaba aterrado desde la tina. No es algo sencillo. La pija dura es mucho más manejable que la pija muerta. Si no está parada, se dificulta lavarla como corresponde. Hay que correr el prepucio hacia atrás y, como está blandita, toda la pija se va también para atrás. Es menester usar las dos manos y, ante el menor descuido, el prepucio vuelve hacia delante… y así se complica el enjuague. Claro está que todo es cuestión de práctica y, con el tiempo, uno le va tomando la mano, pero no era el caso de aquella tarde.
Higienizadas manos y pija, me incliné a tomar un poco de agua del grifo (no es elegante pero seguía con mucha sed) y recordé las varillas con el trapo que estaban contra el gabinete de las toallas. Esta vez sí me subí los pantalones y me dispuse a investigar que era esa cosa tan extraña en mi baño.
Efectivamente, al desenrollar el trapo constaté que tenía algo escrito y el mensaje era claro y concreto, escrito con apuro y con pintura roja: “Que se vayan todos”.
Para quienes no lo sepan o no lo recuerden, aquella era la consigna principal de las protestas populares contra el gobierno y toda la clase política. La gente que había salido a la calle estaba enceguecida e indignada. Los desaciertos de la clase gobernante no cesaban desde hacía mucho tiempo (yo tenía tan solo quince años y, para mí, la Argentina siempre había vivido en crisis), pero la reciente confiscación de los depósitos bancarios en lo que se llamó el “corralito” fue la gota que rebalsó el vaso. ¿Y acaso la indignación había llegado a tanto que la mismísima doña Elena había salido a protestar? ¿Ella que estaba tan evangélicamente resignada a las pruebas que le imponía su dios?
Mis preguntas tendrían su respuesta esa misma noche.
Mi madre regresó a casa casi a las nueve de la noche. Cuando entró, yo estaba sentado en la sala, mirando una película.
― ¿No estás mirando las noticias? ―preguntó casi sin saludar, como era su costumbre.
― ¿Para qué? Ya sé lo que pasa: siguen los quilombos.
Sobrevino entonces una de sus habituales filípicas en la que trató de instruirme acerca de las responsabilidades ciudadanas y el derecho a defender lo que es nuestro. Fue así como me enteré de que, a lo largo de todos esos días en que yo la creía trabajando o en la iglesia, ella estaba formando parte de las protestas en la capital. Y el esfuerzo, por cierto, se le notaba en la cara. Desde hacía años y años, trabajaba en un despacho de los Tribunales de
Así pues, en tanto mi madre deambulaba por las calles haciendo sonar su cacerola, codo a codo con los piqueteros a los que tantas veces había despreciado por harapientos e ignorantes, yo me consumía en el ardor de los placeres carnales. Ella tan defensora del espíritu y los dólares y yo tan entregado a la liviandad de la concupiscencia. Aunque, por supuesto, esto último ella no lo sabría de momento.
Así llegamos a la mañana de ese domingo 23 de diciembre de 2001, donde se inició este relato tan desordenado.
Como ya dije, me desperté temprano, obsesionado por un sueño turbulento y febril, con vergas que aparecían por todos lados y desaparecían en cuanto se suponía que estaban a mi alcance. Semejante obsesión con los miembros viriles era preocupante y no pude evitar un estremecimiento cuando tomé conciencia de ello. Más tarde, compartiría mi inquietud con Marcos y él cerraría el tema con uno de sus chistes malos:
― Estás "más turbado" que nunca. ―me dijo el muy estúpido.
Después del mediodía, mi vieja se disfrazó de piquetera, tomó su pancarta y salió nuevamente a la protesta. Y yo, con la casa a disposición, solo podía pensar en una cosa… y en una persona.
― No te asustes ―le advertí a Marcos por teléfono― pero no puedo dejar de pensar en vos.
Había decidido llamarlo a su celular desde el teléfono de casa. Era claro que las obsesiones de mi madre estaban centradas en otras cuestiones y tal vez no notara ese llamado en el listado de la factura. La advertencia para Marcos me pareció pertinente: no quería que el tipo se pensara que yo podría convertirme en algo así como Glen Close en "Atracción Fatal" (ni siquiera sabía si él tenía algún conejito).
Nos encontramos a las tres de la tarde en la esquina de mi casa. La calle estaba desierta. El barrio entero parecía desierto. ¡La ciudad! Presa de una calentura sin precedentes, era claro que ni me había preocupado por encender el televisor, por lo cual ignoraba lo que estaba sucediendo más allá de mi estricto campo visual. A Marcos le había sucedido lo mismo. Pero eso lo charlamos recién en la madrugada, cuando ya se había sofocado un poco la hoguera.
Esta vez llegó a horario y no tuvo necesidad de mentir sobre su vestimenta. Lo vi aparecer con su remera blanca, sus bermudas verdes y bañado en sol y perfume. No nos dijimos ni hola. A mí se me paró al instante nomás de tenerlo cerca. Amparados por la desolación circundante, nos tomamos de las manos, nos miramos a los ojos y nos dimos un beso. Técnicamente, en la mejilla, pero casi rozando la comisura de los labios. Yo quería partirle la boca allí mismo, sin importarme el qué dirán. Pero la certeza de que ya faltaba casi nada para hacerlo libremente me ayudó a contenerme.
― Tenemos las manos empapadas ―comentó para romper el hielo, aunque en ese momento, con la excitación reinante, lo único que podía llegar a romperse eran nuestros pantalones.
Sin más, fuimos para casa.
Apenas tuve tiempo de cerrar la puerta cuando Marcos ya me abrazaba por detrás, besándome la nuca, metiéndome una mano por debajo de la remera y desabrochándome la bragueta torpemente con la otra. Desesperación era el denominador común entre los dos. Con mi ayuda, me bajó el pantalón y pude sentir la dureza de su entrepierna contra mis nalgas. Mis arterias se transformaron en ríos de lava. Los suaves mordisquitos y la cálida saliva en mi cuello iniciaron una sana seguidilla de gemidos y resuellos. No sé cómo tomé conciencia de su lucha contra mi remera y, antes de que me la arrancara a pedazos, alcé los brazos para que su frenética ansiedad pudiera hacerla desaparecer sin daños. Y al bajar los brazos, el ímpetu de su cuerpo me obligó a apoyarme contra la pared con ambas manos, justo cuando su verga (inesperadamente liberada de la prisión de la bermuda pero aun sujeta por el suave bóxer de algodón) se acomodaba entre mis nalgas. Allí, contra la pared, mientras su boca marcaba territorio a mis espaldas y su bulto se frotaba contra mis posaderas, con ambas manos comenzó a pajearme, sin tener en cuenta el grado de mi excitación. No pude avisarle a tiempo. A los pocos segundos eyaculé en torrente contra la pared, dejando una chorrera blanca que no tardó en llegar al suelo. Lejos de preocuparnos por la inminencia de la descarga, seguimos con lo nuestro. El placer no había disminuido para mí. Mi verga perdió apenas un poco de turgencia pero la recuperó de inmediato cuando la lengua de Marcos se deslizó espaldas abajo e inundó mi culo de saliva. Hoy en día se me vuelve a parar al recordar aquellas manos que separaban mis cachetes y los amasaban con esmero. Era tal el goce que mi mente terminó perdiendo contacto con la realidad. Desapareció el mundo, la luz, el tiempo y el silencio. Todo fue un ensueño hasta que mi carne se abrió con violencia y el dolor más terrible e impensado que sufriera hasta el momento y sufriría desde entonces me subió desde el culo a la garganta.
Él juró luego que me había avisado. Yo no lo escuché. El caso es que me penetró con toda la fiereza que había acumulado desde aquellas caricias en el auto de su padre, el viernes por la noche. Como era de esperarse, me cogió sin miramientos y poco le importó que mi ano (todavía convalesciente de la última cogida) se quemara en carne viva a cada empellón. Sentí que me moría. ¡Y no quería gritar! Desde chico ya era un putito orgulloso y consciente de los costes de su gozo (aunque eso cambiaría con el tiempo, al descubrir la manera de gozar sin sufrir). Por suerte duró poco. Fueron solo unos minutos que duraron siglos.
Cuando Marcos acabó, se desplomó con un bufido sobre mi espalda y apenas le quedaban fuerzas para abrazarme. Aun no se había dado cuenta de que yo estaba llorando y, con la pija dura todavía, quiso sacármela. ¡Obvio que se lo impedí! No quería ni que respirara. Cualquier movimiento parecía multiplicar por millones las agujas ardientes en mi culo. Y ahí sí se dio cuenta de que yo no la había pasado tan bien como él.
La verga se le desinfló de inmediato y empecé a escuchar algo así como una catarata de inútiles disculpas. Inútiles no porque chocaran con algún tipo de rencor en mí (que seguiría con el culo a la miseria durante días), sino porque el dolor había paralizado mi entendimiento. Yo podía escucharlo pero me era imposible descifrar sus palabras. Me dolía horriblemente (más aún que las veces anteriores) y tuve la certeza de que el ano me atormentaría por el resto de mis días. Finalmente, Marcos se retiró con suavidad y el vacío en mi trasero fue incomprensible: un inicuo padecimiento por algo que ya no estaba allí. Las piernas no me respondían. Todo mi cuerpo se había convertido en una estatua rígida inclinada contra la pared, que amenazaba con quebrarse ante la más mínima maniobra. Hubiera deseado creer en algún dios, para rogarle que me fulminara allí mismo con un rayo.
Poco a poco fui recobrando el control de mí mismo. A pesar de lo sucedido, Marcos se comportó como un divino. Estaba sinceramente afligido "por lo que me había hecho" y se esmeró cuanto pudo por hacerme sentir bien. Prácticamente me alzó en sus brazos y me llevó hasta el sillón de la sala, donde me cubrió de besos y caricias que nada tenían que ver con lo sexual. Jamás he podido (ni querido) olvidar aquel gesto.
Luego fuimos a mi cuarto y nos recostamos en mi cama. Los dos teníamos hambre y nos tuvimos que conformar con unas bananas maduras (lo único listo para ser consumido que había en la heladera) dando inicio a una larga tradición para los que pasaran por mi cama.
Marcos siguió mimándome aun después de que le confesara que me sentía mejor.
A eso de las cinco y media, mientras Marcos pelaba una banana y me la daba de comer en la boca, sonó el teléfono.
Era mi vieja. Y la realidad.
Con el chillido típico de sus ataques de histeria, quiso ponerme al tanto de lo que sucedía en el país. Estaba claro cuánto podía importarme a mí en aquel momento lo que pudiera suceder fuera de aquel cuarto en el que Marcos me besuqueaba las nalgas "para curarme la nana".
Lo único que me quedó claro fue que no iría a casa esa noche. Estaba en Capital (así la llamamos aquí a Buenos Aires) y, al parecer, todo era un pandemónium y prefería quedarse a dormir en "lo de Angelita", una supuesta amiga que siempre mencionaba pero nunca conocí y que, de tanto en tanto, la albergaba en situaciones "de extrema necesidad". Antes de cortar, cumplió con su conciencia y me recomendó que no saliera de casa bajo ningún concepto.
― No me pienso mover de mi cama ―fue mi cínica respuesta.
Cuando le transmití las novedades a Marcos, su reacción fue espontánea.
― Entonces... ¡me puedo quedar a dormir!
― Si te dormís antes del quinto polvo te capo... pero que quede claro: ¡esta vez el culo lo ponés vos!
Me encanta que me pongas caliente con esas historias que narras tan magníficamente. Me hubiera gustado tener un Marcos que curara mis dolores con besos que fueran recorriendo todo mi cuerpo....
ResponderBorrarEspero la continuación.
Un abrazo.
Cuánto me alegro de que disfrutes mis historias!!!! jajajajaja. Entre hoy y mañana publico la continuación.
Borrar¡historia maravillosa y fabulosas fotos!
ResponderBorrarCuánto me alegro que la hayas disfrutado.
BorrarUn relato exquisito como siempre guapeton !!! En serio deverias presentar tus relatos a algun certamen. Fijo que triumfarian como la CocaCola. Telos iban a quitar de las manos, estoy segurisimo.
ResponderBorrarBesitossss !!!!
En casa, maridos y amigos siguen abogando por que me decida a publicar jajajajaja
BorrarUfff, esta historia creo que fue la primera que leí hace varios años, cuando no había siquiera dado mi primer beso a un chico. Maravilloso volver a leerla, eres un gran narrador.
ResponderBorrarGracias.
BorrarVeo que estás haciendo un "volver a vivir" jajajaja.
Está casi listo un nuevo capítulo.