Se llamaba Enrique, pero todos lo conocían como "el Lalo". Tenía ya 77 años y nos conocimos hace más de una década en un cine porno de la calle Lavalle. Vaya este recuerdo en su honor, con todo mi cariño.
Lo dicho: conocí al Lalo en un cine porno. Yo tendría apenas dieciocho y él sesenta y tantos. Sin embargo, a pesar de que no era un tipo de rostro agradable (nariz ganchuda, picado de viruela y mentón afilado), tenía una mirada franca que inspiraba confianza. A pesar de sus años se mantenía en forma. Era alto y atlético y, si algo recuerdo con mucho placer, es la suavidad y la calidez de sus manos. Apenas ingresé a la sala aquella tarde, en medio de la penumbra se me acercó, me dijo algo así como que yo era un bombón y comenzó a acariciarme tímidamente. Yo ya estaba acostumbrado a esas situaciones y lo dejé hacer sin darle mayor importancia. Pero cuando su mano se coló por debajo de mi camisa, un delicado cosquilleo me recorrió de pies a cabeza y me obligó a sonreir. Él lo interpretó como un permiso para seguir avanzando, adosó su cuerpo al mío y llevó sus labios a mi cuello. De allí en más, todo fue pasión.
Esa misma tarde conocí su casa en el barrio de Belgrano, un caserón antiguo con la fachada cubierta de enredaderas que le daban cierto aire escocés. Dentro, era como un museo. Pero no por lo solemne, sino por lo valioso. "Nunca traigo a nadie aquí. Prefiero que vayamos al telo", me dijo apenas entramos, "Pero vos tenés carita de buen chico". Le volví a sonreir y él se sintió necesitado de más contacto. Me abrazó. Sus manos recorrieron mi cuerpo una vez más y, poco a poco, me fueron quitando la ropa. Era muy hábil para eso. De puro profesional, yo siempre vestía ropas ajustadas, para marcar bien las curvas y las prominencias. Sin embargo, sus movimientos eran tan sutiles que, en ningún momento, hubo tironeos o brusquedades. Ni yo mismo hubiera podido desnudarme con tanta delicadeza.
Todo el tiempo que pasé en su casa (en aquella primera oportunidad y en las que siguieron) estuve desnudo. Se sentía muy bien dejar de lado las ropas en aquel entorno de arte y buen gusto. "Ni todos los objetos de la casa valen lo que tu imagen junto a mi ventana". Nadie me había dicho jamás halago tan enternecedor. Y fue así como le sugerí eternizar el momento.
Como buen amante de lo bello, Lalo era diestro en el arte de la fotografía y posé para él con alegría. Cada palmo de mi piel quedó plasmado en su máquina junto a objetos y muebles que hacían pensar en un palacio de Versailles. Bebimos y reímos hasta el amanecer del día siguiente, entre besos y caricias. Pero nada más.
En los años que compartimos, jamás fuimos más allá. Nuestro sexo no incluía penetración a menos que hubiera un tercero. Muy de tanto en tanto, le gustaba incorporar a Fernando, otro putito como yo que se ganaba el dinero por las calles. Era un lindo chico, pero nuestros encuentros no significaban más que billetes para él. Así y todo, daba gusto recibirlo (por deseos de Lalo, yo siempre debía desempeñar el rol pasivo) y hacía muy bien su trabajo. Eso era una gran ventaja por el simple hecho de que no era necesario fingir. Antes bien, hacía falta medirse y controlarse para no acabar la fiesta antes de tiempo.
Descontando estos poco habituales encuentros de tres, la mayoría de las veces Lalo y yo estuvimos solos en la casa de Belgrano, un caserón de tejas, como dice la canción. Y fue en esa intimidad concupiscente, en esa quietud de placer y buena charla, donde Lalo me contaba de su juventud, de sus miedos y alegrías, de su despertar sexual y de su amor platónico por Johnny Sheffield.
Está claro que, por ese entonces, yo no tenía idea de quién diablos era ese tal Johnny. Pero él me puso al tanto en nuestro segundo encuentro, mientras mirábamos una película en blanco y negro, "Bomba, the Jungle Boy".
"Él fue mmi primer y único amor", contaba Lalo. "Esta película me puso cara a cara con mis deseos y mis inclinaciones, cosa que me trajo más de un conflicto. Ser homosexual en esa época no era todavía tan grave como lo fue años más tarde, pero tampoco era una noticia que uno recibiera con bombos y platillos. En cierta forma, el mundo se me vino abajo, pero no podía dejar de ver a Johnny, una y otra vez, con su inocente desnudez, en el viejo aparato de cine que mi padre había desechado en el sótano de esta misma casa. Imaginate que eran recién los jóvenes cincuenta, yo tendría apenas once o doce años, y ya me sentía como su Peggy Ann Garner (la protagonista femenina que se pierde en medio de la jungla y es rescatada por el bello muchachuelo del taparrabos)".
"Nunca antes me había sucedido. Mis fantasías con Johnny Sheffield estaban circunscriptas al ámbito de ese sótano oscuro y húmedo donde su cuerpo me inspiró para explorar y disfrutar el mío propio. Pero cuando te vi entrar al cine... quizá la oscuridad y la humedad de ese otro antro... No lo sé, pero al verte desnudo por vez primera junto a la ventana, los recuerdos de mi pubertad me asaltaron de repente y todavía hoy me hacés sentir como si fuera un crío".
Vimos aquella película decenas de veces. En el sótano de la casona, como debía ser. Era nuestro ritual. Y, para él, cada vez era como la primera. La emoción y el deseo se cobraban gozosamente en mi carne. Me gustaba cuando apretaba mis nalgas con sus manos suaves. O cuando besuqueaba mi cuello justo en esa escena en que los protagonistas entran en la cueva para guarecerse de la tormenta. En más de una ocasión, yo hubiera preferido que el tiempo regresara atrás y Lalo fuera un joven capaz de poseerme. Pero con los años llegué a comprender que lo suyo no era incapacidad ni impotencia. Consumar el acto sexual conmigo tal vez fuera dar muerte a la fantasía y (como todos sabemos) las fantasías están hechas para no franquear el límite de la concreción. Johnny Sheffield fue su amor platónico y su mayor fantasía. Yo fui lo más cercano a cumplirla que podía permitirse.
Fue el mismo Fernando quien me dio la noticia por WhatsApp hace un par de semanas. Lalo ha muerto. El corazón le ha dicho basta y a los dos nos ha incluído en su "testamento" informal. Su sobrina (una cincuentona muy estirada de modales correctos, como corresponde a su clase, pero con el desprecio inserto en la mirada) nos convocó hace unos días en la casona de Belgrano para entregarnos sendas cajas que su tío había dejado para nosotros. "No sé qué podrán contener ni quiero saberlo" nos dijo, antes de sugerir amablemente que nos retiráramos de la que ahora es su casa. En la caja que le estaba destinada, Fernando solo encontró bolitas de telgopor y, en el centro, una piedra atada a un sobre que contenía una considerable suma de dinero en efectivo. En la mía, su colección personal de porno gay de los ochentas en VHS y (lo más valioso de todo) una lata circular con su copia en celuloide de "Bomba, the jungle boy".
(Por el momento sin subtitular.
Ya veré cómo convenzo a mi marido para que suba los subtítulos, juas)
Una linda historia. Me ha hecho recordar la relación entre el chapero y su cliente de la película "Boy culture". Una buena película por cierto.
ResponderBorrarUn abrazo.
Precioso relato Zekys !!! X Dior, cuanto los hechaba de menos !!! Parece que Bananas vuelve a sus glorias de antaño jejeje. La pelicula ami personalmente me a gustado bastante, y excepto por alguna incruencia Zoologica que he visto, por lo demas a estado muy decente. Sobre todo el salvajito de Johnny Sheffield. Yo no me hubiera permitido dejarle escapar sin hacerle un buen trabajito para premiarle por lo del safari.....
ResponderBorrarBesitosss !!!